La Jornada martes 12 de octubre de 1999

Pedro Miguel
Actos humanitarios

Informes procedentes de Londres aseguran que el general Augusto Pinochet ha sufrido en semanas recientes "pequeños infartos cerebrales" que se manifiestan en la pérdida del equilibrio y de la memoria de corto plazo y en un carácter menos tolerante. Eso dijo el médico inglés que atiende al ex dictador, pero un amigo muy querido me dijo, desde Santiago de Chile, que el problema de Pinochet es un dolor en la próstata. Sea cual sea la naturaleza de los males que lo aquejan, diversas voces en el mundo (Frei, Menem, Castro, Thatcher, el Papa) han pedido, en público si son cínicos, o en secreto si son hipócritas, que se cancele el proceso legal y que el tirano sea devuelto a su país, ya sea en consideración a su decrepitud ("motivos humanitarios") o en atención a una muy hipotética soberanía judicial chilena que, en los nueve años transcurridos desde que Pinochet dejó el poder, no ha sido capaz ni de citarlo a declarar.

Una acción humanitaria internacional sería, por ejemplo, la abolición de la pena capital en todos los países en los que está vigente; una acción en defensa de las soberanías sería ejercer presiones efectivas para que Israel deje en paz a los palestinos, Marruecos, a los saharauis, Turquía, a los chipriotas, y Rusia, a los chechenos. Soltar a Pinochet porque se marea o porque le duele la próstata no sería humanitario, sino ilegal. Si fuera el caso, que le revisen y curen ésa y otras glándulas, y que siga su juicio.

Razones humanitarias abundantes habría, por ejemplo, para la condonación de la deuda de los países pobres por parte de las naciones industrializadas y los organismos financieros internacionales, en el entendido de que los fondos hasta ahora destinados al servicio de las obligaciones externas se canalizaran, en cambio, a la construcción de escuelas, viviendas y hospitales, y no, como les encanta a nuestros gobernantes, a rescatar de la quiebra empresas ineficientes y depredadoras. Insistir en la impunidad para uno de los más grandes criminales de este siglo no es humanitario, sino inmoral.

Humanitario sería, por ejemplo, el establecimiento de mecanismos de control para impedir que las cañadas y pendientes de Puebla, Veracruz, Hidalgo, Chiapas y Oaxaca --y todas las otras trampas mortales del territorio latinoamericano cuya urbanización y población es componente fundamental de una mano de obra barata y competitiva-- sean nuevamente vendidas y habitadas, a modo de impedir que, en la próxima temporada de lluvias, los pobladores de esas áreas se conviertan en cadáveres llenos de lodo o, en el mejor de los casos, en náufragos dolientes y empapados. Así se defendería, adicionalmente, la soberanía económica y humana de estos países de los caprichos del mercado internacional.

Un gesto humanitario sería que Margaret Thatcher buscara a los familiares de Bobby Sands y les pidiera perdón por no haber movido un dedo para evitar su muerte. El que la dama de hierro salga de su frasco de formol para abogar por Pinochet no es señal de espíritu humanitario, sino prueba de su hermandad ideológica y sicológica con el genocida chileno.

Una actitud humanitaria sería que el gobierno de Fidel Castro dejara de inculcar entre los niños cubanos --con el pretexto de homenajear al Che Guevara-- el culto a la inmolación y la obsesión por el sacrificio que caracterizaban al guerrillero argentino, y que les enseñara, en cambio, una ética de defensa y preservación de la vida. En sus tiempos de internacionalista, Castro no reparaba en las soberanías, pero ahora las invoca para criticar el proceso legal contra Pinochet. Esa mudanza puede ser una expresión de extremo pragmatismo político o bien un síntoma de Alzheimer --punto en el que emparentaría con los mareos del general o con su dolor de próstata--, pero no una muestra de congruencia moral.

Finalmente, sería un gesto humanitario que el gobierno chileno se abstuviera de invocar el dolor de próstata de Pinochet --cuántos chilenos, durante la tiranía, habrán sufrido un padecimiento semejante mientras esperaban la siguiente sesión de tortura, o el asesinato, sin que nadie se compadeciera de ellos--, cediera un poquito de su soberanía (mucho menos de la que se ha cedido en el ámbito económico) y se resignara a regalarle al mundo al ex dictador, como una aportación inapreciable para permitir un precedente y un escarmiento legal que la humanidad necesita con urgencia y en calidad de compensación por todo el horror que Augusto Pinochet Ugarte introdujo en nuestras vidas durante casi veinte años.

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