La Jornada martes 12 de octubre de 1999

Luis Hernández Navarro
La vulnerabilidad de los invisibles

SON INVISIBLES LA MAYOR PARTE DEL TIEMPO. Son millones. No tienen voz ni rostro. Los grandes medios de información electrónicos han levantado a su alrededor grandes muros sin ventanas. Sus cámaras y sus micrófonos miran sobre sus espaldas. Voltean a verlos sólo cuando su desgracia crece hasta volverse tragedia.

Son los pobres. Son los excluidos. Son los sobrantes de una modernización vertical y autoritaria. Son los indios, los campesinos, los jornaleros, los precaristas de este país. Existen sólo como cifras oficiales a maquillar, como votantes posibles en las campañas electorales, como asistentes cautivos en los actos de proselitismo político. Son los marginados que adquieren carta de ciudadanía sólo como damnificados.

Se vuelven visibles sólo cuando los desastres naturales caen sobre ellos y su pobreza, o cuando, indignados, pronuncian las palabras que sirven para nombrar lo intolerable. Son perceptibles hasta que su vulnerabilidad llega al límite. Como ahora, en el que el efecto de las aguas sobre la escasez y la deficiencia de la infraestructura humana provocaron más de 500 muertos, personas sepultadas, hambrunas y epidemias. O como el pasado 30 de septiembre, cuando la acción combinada de un sismo y de la corrupción en la construcción de obras provocó la destrucción de hospitales, casas y escuelas en Oaxaca.

Su dramática y súbita visibilidad desnuda al país realmente existente y exhibe la fatuidad del vestuario del soberano. Muestra a la nación que no aparece en las telenovelas ni en los noticiarios ni en los informes gubernamentales para promover la inversión en el exterior ni en las estadísticas oficiales de combate a la pobreza. Evidencia la enorme desigualdad que existe entre el presupuesto que se destina a los pobres y del que se dispone para los banqueros. Retrata al gobierno federal sin los afeites y los artificios publicitarios de socio comercial confiable con los que ha embadurnado su imagen pública.

Ante las quejas de los afectados por huracanes, sismos e inundaciones el flamante esmoquin de importación estadunidense con el que se ha querido vestir el autoritarismo estatal organizando elecciones primarias en el PRI, ha mostrado ser un mero disfraz democrático. Comportándose como director de Protección Civil el jefe del Ejecutivo ha respondido visceral y despóticamente a quienes le han exigido apoyo. En el Acapulco de 1997, devastado por el huracán Paulina, comparó a un niño que protestaba con el senador Salgado Macedonio. Apenas el pasado viernes 8, en Gutiérrez Zamora, Veracruz, advirtió enérgico a un solicitante de apoyo que se callara, que él era el Presidente de la República, y sentenció: "Si vuelve usted a hablar, me la paga".

Un par de escalones más abajo de la pirámide del poder, en la tierra del candidato tricolor, que está seguro que sí se puede, la policía antimotines reprimió con violencia a un grupo de damnificados que exigían al gobierno estatal la construcción de un canal de desagüe o una planta de bombeo en sus poblados, porque llevan tres semanas viviendo entre el agua y el lodo.

La súbita visibilidad de la desprotección de los invisibles ha provocado, sin embargo, una oleada de solidaridad con su desgracia. Sea por lástima o caridad o por filantropía o cooperación, ciudadanos de todos los orígenes sociales y medios de información han tejido una ruta de apoyo verdaderamente notable con los afectados.

El hecho no es nuevo. Pero no por ello es menos relevante. Ante otras calamidades naturales la población se comportó en el pasado con la misma generosidad con la que lo ha hecho ahora. El que la preocupación por la tragedia del otro se mantenga viva en una sociedad, donde la competencia y la desconfianza se han convertido en valores extendidos, es un hecho tan significativo como la catástrofe misma.

Salvo algunas excepciones, esa energía social no tiene punto de encuentro con los partidos políticos o con la administración pública. Tampoco tiene continuidad. Tan pronto como la situación se normaliza y los damnificados de hoy se convierten en los pobres de siempre y el desastre natural da paso a la desgracia económica de todos los días, se vuelven nuevamente invisibles.

Desaparecen en la noche de la "normalidad". Su voz y su rostro se esfuman de las pantallas de televisión y de las líneas ágata.

Permanece, sin embargo, una instantánea del país que su presencia pública dibujó, y que es radicalmente distinto al retrato oficial elaborado desde Los Pinos: su vulnerabilidad es el indicador más dramático de la debilidad de la nación. Y queda la certeza de que detrás de las bardas levantadas por la mayoría de los medios de información, existe una otra patria que algún día se pondrá en movimiento. *