Adolfo Gilly
UNAM: la disputa y el congreso
A seis meses del inicio de la huelga en la UNAM, la apuesta del grupo de Rectoría es clara: no resolver nada, cerrar las salidas, llevar hasta sus últimas consecuencias, violentas incluso, la disputa para conservar en la UNAM el poder al cual ese grupo responde; e implantar, al costo que sea, el market-driven education system en el cual creen.
Rectoría acusa de intransigencia al CGH. Pero cada vez que en el CGH se afirman tendencias a buscar una salida razonada, Rectoría intenta dividirlo, desprestigiar a esas tendencias y azuzar con provocaciones que lleven a enfrentamientos extremos.
Rectoría hace política en el CGH: por un lado, no ofrece nada que pueda dar sustancia a un diálogo y una negociación para así poder acusar de "ultra" al CGH; por el otro, al parecer estaría feliz si lograra provocar actitudes insensatas como la toma de la DGSCA, para así desprestigiar al movimiento estudiantil y separarlo de investigadores y profesores.
A Rectoría parece importarle más la conservación del actual poder universitario que la preservación de la DGSCA y otras instalaciones vitales de la universidad. Se comporta en esto en forma mucho más irracional que el empresario más reaccionario, pues al fin y al cabo ni la DGSCA ni esas instalaciones son suyas.
La actitud de ese grupo, en otras palabras, quiere desesperar a todos, y especialmente a la enorme corriente de profesores e investigadores que, desde los ocho maestros eméritos y muchos otros, se ha pronunciado por una salida racional y negociada.
No es creíble, a esta altura, que tantos meses de huelga se deban a la defensa de "los marcos jurídicos existentes". Obedecen al afán de conservación de un poder que la huelga y el debate han puesto en entredicho y en crisis: el poder para decidir en secreto y sin consultar a nadie la función y el futuro de la universidad en México.
A mediados de julio, en La Jornada, Julio Boltvinik escribió en su artículo "La disputa central": "Lo que está en juego en las universidades del mundo (y por ello serán centro de conflictos crecientes) es el control del proceso de producción (investigación) y reproducción (educación) de los conocimientos. Está en juego quién controla este crítico proceso y cómo se distribuye el acceso al mismo."
Esta es, en efecto, la disputa central en la UNAM. No se trata de un conflicto entre "ultras" y "moderados", ni entre "duros" y "negociadores".
Es una disputa de fondo dentro del poder nacional mexicano sobre quién controla el conocimiento, fuente él mismo de riqueza y de poder.
El movimiento estudiantil lucha, con toda razón, por la gratuidad de la educación y por que los más pobres no sean despojados de sus posibilidades de estudio. Lucha por que el estudio siga siendo un derecho y no se le convierta en un servicio.
Pero la disputa arriba es mucho más vasta. Esta encarnizada lucha es por el control de la producción, la trasmisión y la utilización del conocimiento: cómo se le produce, qué se hace con él, quién lo dirige, a qué fines sirve y a cuáles intereses y proyectos se subordina.
En México los empresarios, los dueños del capital, no destinan sino ínfimos recursos a la investigación. Ese capital (nacional y extranjero) quiere ahora colocar a la universidad nacional, su investigación, sus carreras y sus planes de estudio al servicio de sus necesidades inmediatas en la disputa por los mercados. No hay en esto maldad ni bondad. Hay fines propios del capital. En la universidad existe un grupo poderoso que está convencido de que esto es lo justo y lo correcto para el futuro del país.
Es lo que, en términos teóricos, se denomina la subordinación del conocimiento al capital.
Pero la universidad no son unos, sino que somos todos. Existe en ella otra fuerte corriente de pensamiento, con sus múltiples vertientes, que cree en la educación republicana como sustento de una nación moderna; como barrera a la fragmentación creciente de nuestra sociedad; como alimento de nuevos equilibrios en la relación entre el capital y los conocimientos y saberes propios del trabajo manual e intelectual (aunque, en rigor, todo trabajo involucra el intelecto); y como fuente de riqueza de la comunidad nacional entera. Nada tienen que ver estas corrientes de ideas con el dogma obsoleto de una "universidad popular" ideologizada y sin rigor académico. Aunque finjan ignorarlo, esto bien lo saben quienes, desde la orilla conservadora, quieren levantar ese espantajo.
Lo que el grupo de Rectoría estaba llevando a cabo con sus últimas reformas, y fue contenido momentámente por el estallido de la huelga estudiantil, es una gran operación afín al despojo de bienes comunes de la nación acentuado desde las reformas salinistas. Viene desde las contrarreformas del artículo 27 y del artículo 3Ɔ de la Constitución. No quieren privatizar la UNAM, sino que la nación siga pagando una universidad al servicio de intereses y fines privados. Se proponen una apropiación de conocimientos y una abrogación de derechos.
Como esta disputa envuelve a todas las formas del poder mexicano, su forma externa, en la prolongada huelga, tiene aristas muy duras; los sectores más conservadores se resisten a cualquier debate que devele el verdadero fondo de la cuestión y se inclinan a salidas violentas.
Ese debate, por el contrario, demanda la realización de un congreso para ser conducido en forma racional, sistemática y ajena a toda violencia física o verbal. Ayer en estas páginas el profesor José Blanco, en un artículo por lo demás hostil a la huelga, escribió:
"Con independencia del momento y del modo como la UNAM supere su conflicto con el CGH, la institución está obligada a organizar un congreso universitario para llevar a cabo una reforma estructural de sí misma. [...] La UNAM requiere formas definitivamente distintas de organización académica, instrumentos de gobierno adecuados a la academia de hoy, otras bases de regulación del trabajo académico, otros principios normativos para la generación y para la transmisión de conocimientos, vías distintas para preservar y elevar permanentemente la calidad de sus contenidos y sus productos".
Esos objetivos no pueden alcanzarse con foros cosméticos donde todos hablen lo que quieran para que luego las autoridades decidan lo que les parezca. Un congreso, cuyo antecedente existe, resulta indispensable.
Debería ser hoy más simple, menos declarativo y más efectivo que el de 1990. Sus resoluciones podrían ser enviadas para su adopción al Consejo Universitario y al voto por referéndum de la comunidad de la UNAM.
Pero, cualquiera sea el mecanismo para que el congreso surta efectos reales y no sea un mero foro de consulta como tantos, tengamos por seguro que el destino de la UNAM podemos y debemos discutirlo y diseñarlo entre los universitarios, pero no podemos decidirlo sólo nosotros. Pues la UNAM no es de los universitarios, sino de la nación, del mismo modo como el destino de Pemex no se puede decidir solamente entre sus trabajadores, sus técnicos y sus directivos, aunque ellos puedan darnos al respecto muchos de los juicios más informados.
La crisis de la UNAM es una de las grandes cuestiones nacionales para el año 2 000.
El congreso universitario debe discutir y proponer. Pero, en rigor, sólo las diversas formas de participación y voto de la nación entera pueden decidir, porque de su entero futuro, y no sólo del nuestro, se trata.