Rolando Cordera Campos
La política en la república del riesgo
DE NUEVO, LA FRAGILIDAD institucional y física de México se combina con una naturaleza implacable y produce desastres humanos de grandes magnitudes.
De nuevo, la política del poder y la lucha por el mismo se mezclan con la tragedia y nos ofrecen panoramas de confusión y mezquindad, que no hacen sino aumentar el riesgo en que de manera secular viven los más débiles.
Los fenómenos naturales adversos no aparecen de repente. La lluvia tormentosa o la orografía picuda, que diría Neruda, están y estarán siempre con nosotros, como el de-sierto y los pedregales, los bosques devastados, los suelos arruinados. Este es, hoy, nuestro horizonte y la tormenta o el temblor no hacen sino ponerlo de nuevo ante nuestros ojos.
Naturaleza y pobreza van aquí de la mano. Los que se alojan en las montañas inaccesibles, los que ocupan los lechos secos de los arroyos, cuyos cauces han sido previamente desviados por razones de supuesta modernidad o descarnado lucro, los que habitan cañadas y viven sobre minas de arena son los pobres, y es este hábitat el que define y reproduce su pobreza.
Como lo hizo en 1997 y 1998, el presidente Zedillo tomó en sus manos el rescate y el alivio. En la mejor de sus versiones, la política presidencial se despliega en interminables contactos con comunidades y personas dañadas, llevando de manera directa un mensaje claro de compromiso estatal con los que sufren.
No es, lo reitera el Presidente, un acto solo de generosidad e emoción individual, sino un modo expreso, arriesgado en más de un sentido, de entender las responsabilidades políticas del gobernante y su gobierno. Y en esos actos, el gobierno y su jefe hacen política y proponen una manera de entenderla y hacerla. No tiene caso insistir en que debido a la emergencia la política se queda, o debe quedarse, a un lado.
Lo anterior no demerita el reclamo presidencial contra los logreros que buscan beneficios políticos para su causa mezquina, o contra los buitres que simplemente buscan ganar donde en efecto está la ganancia: donde poco o nada hay y todo, como lo cuenta magistralmente Héctor Aguilar Camín en el Resplandor de la Madera, cuesta mucho.
En ese reclamo, sin embargo, hay también una política y el avance de una visión y una convicción. No hay manera de evitarlo y su negación no es la mejor forma de salir al paso de ese oportunismo voraz que no sabe de víctimas ni sufrimiento y todo lo reduce a la posibilidad de ganar. Lo que sea, siempre que sea pronto.
El presidente Zedillo, nos cuenta Rosa Elvira Vargas en su excelente reporte del pasado miércoles (La Jornada, 13/10/99), "regresó a convicciones que le vienen de otras temporadas de catástrofes naturales. No se reconocerán líderes ni organizaciones... nadie hará o continuará su carrera política a costa del desastre... cada familiar se representa a sí misma, habría dicho el Presidente. A cada familia una respuesta: ese es mi compromiso".
Santo y bueno, pero se trata, reconozcámoslo, de un compromiso incumplible a cabalidad. Sin organizaciones y representantes, sin acción colectiva y esfuerzo común, el riesgo seguirá ahí, a la espera del próximo aletazo de un entorno natural no sólo hostil, sino ahora, con el cambio climático en curso, más y más hostil. La mala política no puede ser, mucho menos en la visión de un gobierno y su Presidente, la única política concebible.
José Yuste mostró en su colaboración en la Crónica (14/10/99), que la cuestión de los excedentes, en este caso el petrolero, no es la de su existencia sino la de su uso. Entre la cerrazón fiscal y el desperdicio alegre de recursos que de todas formas son escasos, hay opciones de política que este gobierno, tan comprometido con la salud de las finanzas, puede explorar sin incurrir en el tan temido y abusado populismo.
De lo que se trata es de usar los márgenes de libertad, estrechos sin duda, que la propia austeridad fiscal y los precios del crudo nos ofrecen ahora: no para imponerle a la macro economía un giro radical, insostenible por lo demás, sino para iniciar una rehabilitación seria y en serio de las regiones arrasadas que en lo esencial lo estaban desde antes: en la devastación forestal y la precaria infraestructura que les es propia, en la falta de empleo e ingresos con que hubieron de recibir el golpe mortal del agua sin control y el suelo sin sostén. Una política para rehabilitar y apoyar no pueden oponerse a los compromisos gubernamentales de control financiero y defensa macro económica contra crisis catastróficas. Como tampoco se puede proponer como antinomia de la política del Estado, el estímulo a la iniciativa individual o de las familias y el fomento a la organización la acción conjunta de comunidades y grupos sociales.
Este es, en todo caso, el reto mayor de una política que se quiere democrática, a la vez que renovadora. De lo que se trata, más bien, es de evitar, en lo posible, que la avenidas destructoras de los ríos, cuya memoria no hemos respetado sino desafiado (como bien dijo Julia Carabias), se vuelvan avalanchas sin cauce de la irritación y el descontento social, desaliento e incredulidad de los más pobres, y que todo esto se nos vuelva a todos fatalidad insuperable, ya no de la naturaleza sino de nosotros mismos. La política frente al riesgo, nada más. *