MAR DE HISTORIAS
Estatuas bajo la lluvia
* Cristina Pacheco *
Tuvieron que pasar muchos años y todos los horrores ocasionados por las lluvias y la miseria intolerable para que Justina recordase que de niña jugaba a las estatuas de marfil. Ahora que ya nada tiene, le sobra tiempo para reconstruir las poses extravagantes en que permanecían ella y sus primas hasta que Severiano o Rafael las liberaban del encantamiento. El gozo de la evocación se enturbia con el recuerdo de Elfego. Justina se mira la mano derecha: huesuda, magra, nadie la creería capaz de arrojar una piedra.
Sentada junto al esqueleto de su casa, Justina daría lo que le resta de vida a cambio de que llegara alguien que, con sólo dar una palmada, los salvara de las lluvias torrenciales. Desde hace dos semanas han destruido el pueblo y lo mantienen paralizado y deforme.
II
Su casa es la mejor ilustración: en donde antes se oían los rumores del trajín, hoy se escucha nada más el zumbido de los insectos. El techo está por los suelos, la puerta de metal quedó arriscada y las ruinas de las paredes crujen amenazantes. Se derrumbarán en cuanto llueva otra vez.
Las otras construcciones de Los Arrastres también están rotas, hinchadas, deshechas por la furia del agua. No respetó nada, ni siquiera la iglesia del Señor de la Misericordia. La corriente derribó la puerta y entró en la nave. Apagó las veladoras, ensució las reliquias, sacó a los santos de sus nichos y los ahogó en su caudal lodoso, mientras los fieles imploraban de rodillas la misericordia divina.
Los habitantes de Los Arrastres están seguros de que fueron escuchados. Poco después de que cesó la tormenta y bajaron las aguas ocurrió un milagro: apareció flotando en la corriente el Señor de la Misericordia; después surgieron la Virgen de los Dolores y tres ángeles de terracota.
La comunidad decidió en una prolongada asamblea el nuevo domicilio de sus protectores celestiales. Nadie tenía una casa lo bastante segura para ser digna de hospedarlos. Entonces resolvieron colocarlos, sobre pedestales improvisados, a la sombra de la única palmera.
A Justina le preocupan la enorme grieta en la fachada de la iglesia y la forma en que se levantó el pavimento del atrio. Los viejos que antes se sentaban allí a tomar el sol miran a distancia los estragos. Entre asombrados y rencorosos, se preguntan si vivirán lo suficiente para asistir a la reconstrucción del templo. Esa tarea ya no les corresponde a ellos, sino a los jóvenes que se fueron al norte.
Todos los moradores de Los Arrastres confían en verlos aparecer. Justina está segura de que sus cuatro hijos volverán en cuanto se enteren de la tragedia. La esperanza la mantiene firme junto a los escombros de lo que fue su casa. Allí tendrán que llegar Ladislao, José, Santiago y Félix. Querrán saberlo todo: cuándo empezó a llover, cómo se oyó el cerro al desgajarse y sepultar el camino.
III
Describir todo eso será menos difícil que explicarles lo que sucedió con Elfego. Por eso ya tiene decidido que sólo les dirá una parte de la verdad: "Se lo llevó el agua". De lo que hizo su mano derecha no dirá una sola palabra.
Ninguno de sus hijos dudará de la explicación. Hay pruebas y testigos de que la tempestad arrastró vacas, nogales, cultivos, muebles, radios, refrigeradores, bicicletas y hasta la campana y una banca del atrio. Si el agua hizo todo eso, Ƒqué le impedía llevarse a Elfego?
IV
Justina se dio cuenta de su pequeñez cuando lo vio en el suelo. Elfego sangraba y se retorcía hasta que al fin se quedó quieto. Las piernas dobladas le tocaban el pecho y una mano pedía lo que él nunca tuvo para nadie: clemencia. Ante la escena pavorosa asaltó a Justina el recuerdo inoportuno de sus juegos infantiles -"Son estatuas de marfil: engarrótenseme allí". Ahora se siente más culpable de esos juegos que por su participación en el castigo.
La atrajeron al lugar del linchamiento los gritos desaforados que ensordecían a Elfego: "šHambreador, desgraciado, ratero, maldito, Judas, ladrón!" Al llegar Justina ya habían caído sobre el comerciante golpes, piedras, palos, hierros, escupitajos, insultos. La suya no fue la primera ni la más pesada, pero la piedra derribó a Elfego al golpearlo en el pecho. Ya en el suelo, se contorsionó y al fin quedó rígido en una pose extraña.
V
La comunidad está tranquila. A Los Arrastres jamás han llegado autoridades. En caso de que aparecieran policías para interrogarlos, ningún habitante del pueblo podrá decir quién le asestó a Elfego el primer golpe ni el último. La oscuridad era tan densa como la lluvia que entró para llevárselo todo, incluso el cuerpo de Elfego.
Sin ponerse de acuerdo el grupo se dirigió a "La Chiquita". La basura y el lodo se arremolinaban frente a la tienda construida sobre una elevación del terreno. Con una tranca, los hombres derribaron la puerta y entraron en el comercio. Todo seguía igual: sobre el mostrador de madera carcomida, dentro de una botella, había una vela. Alguien la encendió. La luz tétrica alcanzó el rincón donde se apilaban bultos con la etiqueta: "Ropa" y bañó los anaqueles cargados con bolsas de arroz, latas de leche, refrescos, botellas de aceite, envoltorios de pan, frituras y otros comestibles.
Nadie se atrevió a tocar nada. Todos miraban con ojos asombrados aquel tesoro que saciaría su hambre, aumentada al ritmo creciente de las lluvias y el encarecimiento impuesto por la voracidad del tendero. Todos los presentes tenían pruebas de ella: "No quiso fiarme las aspirinas, ni siquiera porque le dije que estaba ardiendo en fiebre". "Se lo dije: Elfego, no está bien que las velas que antes nos dabas a peso nos las cobres a tres". "Dios te castigará por vendernos la botella de agua de arroz a veinte pesos". "Es pecado dar el bote de la leche en polvo a cincuenta en lugar de veintitrés".
Las voces se adelgazaron hasta convertirse en silencio. Pronto se diluyó bajo las pisadas de los ancianos que, en perfecto orden, se acercaron a los anaqueles para tomar los víveres. Cuando Justina se adueñó de una bolsa de arroz se dio cuenta de que pesaba más que la piedra arrojada contra Elfego. Por eso en el fondo de su corazón la marca del remordimiento era tan pequeña. Recuperó la serenidad, el deseo de vivir y la certeza de que pronto vería a sus hijos y a los demás jóvenes que años antes habían salido de Los Arrastres rumbo al norte.
VI
La idea de que podían llegar el Presidente y el gobernador, y encontrarlos harapientos y sucios, llevó a Justina a lanzarse sobre los bultos de ropa que la gente de la ciudad envió para auxiliar a los damnificados del lugar.
En cuanto Justina abrió el primero, las manos de sus antiguos conocidos se crisparon en busca de una dádiva. A los pocos minutos la comunidad, en que sólo hay ancianos porque todos los jóvenes buscaron en el norte el trabajo que les niega su patria, quedó ataviada con prendas lujosas -Versace, Dior, Armani, Domínguez-, salidas de guardarropas repletos de culpa y prendas que los cambios en la moda dejaron anticuadas.
Los santos también recibieron los beneficios de la caridad: la túnica de la Virgen de los Dolores fue sustituida por un traje de noche con la firma de Armani; el manto del Señor de la Misericordia, por un pantalón de pata de elefante. Ahora, junto a las ruinas de sus casas, todos los viejos habitantes de Los Arrastres son como estatuas de marfil bajo la lluvia.