La Jornada lunes 18 de octubre de 1999

Hermann Bellinghausen
El rey de las patadas

Para patearlos a todos. Para eso las quería. Unas botas nuevas, picudas, así. Las vitrinas grandes y luminosas del eje Lázaro Cárdenas llenas hasta el techo de modelos y más modelos de bota vaquera y carteles de los héroes gruperos. Los Tigres, los Tucanes, Lupe de solista.

Como si el tiempo no pasara, en la acera de enfrente la marquesina del Teatro Blanquita anuncia La pulquería.

De todos los precios, las vaqueras, menos de uno: el que Colín puede pagar. Carajo. La moda en calzado, y él de pinches tenis.

Bobea de uno a otro y otro aparador, y ten que choca con un viejo que carga por la banqueta en sentido contrario un altero de sombreros, a cual más de country, que ruedan por el suelo despidiendo un inconfundible olor a fieltro nuevo.

El viejo no acaba de azotar sobre un seto moribundo cerca de la avenida y ya Colín lleva puesto un sombrero blanco que le viene bien. Chin, de ese color no. Parsimoniosamente lo cambia, y mira sin escucharlo al viejo que le grita iracundo.

ƑAh sí? Da un paso al frente y le patea el estómago, y el hombro izquierdo queriéndole dar en la cara.

* * *

Sólo entonces, y cuando ya venía gente y las señoras volteaban, Colín echó a correr hacia Garibaldi, dobló a la derecha y pasó despavorido frente a un camión de granados que vigilaban la cámara de senadores, a dos cuadras.

Los agentes no reaccionaron a tiempo, la persecución les llegó tarde, y Colín se les peló. Iba agarrándose el sombrero y casi se sentía cabalgando. Las botas, pensaba, serán en otra ocasión.

Las que calzaban los granaderos (no se crea, se dio tiempo de picar la salsa), le parecieron chatas y horrendas. Granadaderitos, ja, botas de elefante.

Chulas, las vaqueras con tacón y punta reforzada de reluciente metal que tendría.

Que le preguntaran a él. Algún día les iba a demostrar a todos quién es el rey de las patadas. A callar, pollos pelones.

Ya verían.

Tardó todavía en aceptar que su cabeza le venía chica al sombrero robado, fue hasta que lo soltó y el éste le cubrió los ojos; y no siguió más abajo porque lo frenó la más que regular y cueca nariz de Colín.

Ese instante de realidad y oscuridad le bastó para tropezar en una coladera levantada e ir a dar a un charco concentrado de fluidos amarillentos y urbanos que le mancharon la blusa y el recién adquirido buen humor.

"Nomás dejen que me afane unas botas de esas y ya verán", pensó mientras se sacudía toda esa rabia desaprovechada, apechugando de mala gana con las carcajadas internas de su implacable amor propio.

* * *

Mira alrededor, por si alguien observó el desastre. Pero no. Colín es invisible, piensa en tercera persona. Lo ven cuando patea. Sólo entonces deja de ser nadie.