Elba Esther Gordillo
El sur
PLETORICO DE RECURSOS NATURALES, guardián de nuestra cultura ancestral, motivo de disputas que lo conducen a profundas contradicciones, cada vez más impaciente por la equidad y la esperanza, el sur vuelve a ser sacudido por la ira de la naturaleza.
Las tragedias climáticas han dejado de ser excepcionales y, aunque aún nos impactan, empezamos a percibirlas como parte de los sistemáticos retos que, año con año, tenemos que enfrentar.
Ya en la tragedia nos proponemos revisar los mecanismos para anticiparlas e, incluso, evitarlas, conscientes de que será una tarea imposible de cumplir.
Y es que para poder llevarla a cabo tendríamos que empezar por entender el problema desde su perspectiva real. Si se reconoce que hay un cambio climático de proporciones globales, lo que sigue es aceptar a qué se debe y, lo más importante, qué responsabilidad tiene cada quien para enfrentarlo.
Si el "bienestar" se concentra en menos de 20 por ciento de la población mundial, que es consumidora de 80 por ciento de los energéticos, causa directa del caos climático, entonces que la solución implique un costo para esas sociedades en beneficio de las que sólo pagan las consecuencias: las hambrunas, la desertificación, los incendios forestales, las torrenciales lluvias.
Así como se acepta que la globalización es irreversible, no podemos acotarla únicamente a aspectos de comercio o de finanzas. El desorden climático es un problema global que reclama soluciones globales y, si bien se agradecen las declaraciones de pesadumbre y la ayuda humanitaria, lo que realmente hace falta es asumir la responsabilidad que cada quien tiene y pagar sus costos.
Si la gente vive en el cauce de los ríos, en las barrancas o en las laderas de las montañas, es porque la riqueza se ha concentrado y los únicos espacios posibles para vivir son justamente los que implican enormes riesgos.
Es un problema de equidad, de una mejor distribución de la riqueza, de una profunda revisión del modelo que privilegia la concentración del "bienestar", y no sólo de reubicación de los asentamientos humanos.
Es cierto que la gente no sabe expresarse, y menos cuando perdió a la familia o el raquítico patrimonio se volvió lodo, pero ése no es un problema de falta de respeto, sino de subdesarrollo, de profunda injusticia.
Las políticas públicas, si bien deben prever respuestas para las tragedias, no deben entenderlas como causa, sino como efecto, reconociendo que su función trascendente es ir a las causas a través de acciones que las corrijan o cuando menos las atemperen.
Ya en el tremendo escenario de la tragedia, dos ejemplos estremecen el alma y sacuden la conciencia: la callada y heroica presencia de nuestro Ejército que, representado por hombres anónimos, no escatima esfuerzos para honrar su divisa mayor: el cumplimiento del deber; y los maestros, con su tarea de organización, de movilización y aun de protesta. Cada quien en su responsabilidad cívica y ética hace posible que la tragedia tenga menores proporciones. *