Iván Restrepo
Tragedia anunciada
CUANDO HACE UNOS MESES la sequía causaba estragos en el país, nos preguntábamos aquí si las autoridades y la población estaban preparándose para enfrentar los problemas que podrían causar las lluvias que muy pronto comenzarían a caer; si la falta de previsión no sería motivo para lamentar tragedias, como las registradas anteriormente. Los cientos de muertos, los miles de damnificados, las millonarias pérdidas materiales en viviendas, obras públicas y áreas de cultivo que nos ha dejado el agua, que ayer tanto pedíamos, muestran que, otra vez, las autoridades no cumplieron su tarea y que, como es su costumbre, se han dedicado a realizar el recuento de las víctimas y de los daños materiales, a expresar su mea culpa cuando es tarde, y a echar parte de la responsabilidad de lo ocurrido al que no la tiene.
En efecto, un temblor, un huracán, un ciclón o las lluvias torrenciales son fenómenos que el hombre no puede evitar y por eso mismo son desastres naturales. Pero lo que sí es posible controlar y reducir notablemente son los efectos de esos desastres. En el caso de los intensos aguaceros que han afectado a varias entidades, no necesariamente debieron desembocar en lo que ahora tanto lamentamos. De haberse actuado desde hace tiempo con sensatez, los efectos negativos seguramente habrían sido muchísimo menores. Por ejemplo, no hay duda que una política oficial para sacar de la pobreza a millones de familias hubiera impedido que muchas de ellas levantaran sus humildes viviendas en sitios inadecuados y con los materiales más endebles. Que si el país tuviera un verdadero plan de desarrollo urbano, no habría por doquier asentamientos humanos sin los requerimientos mínimos de planificación. Esos asentamientos son fruto de la tolerancia, la incapacidad y la negligencia oficiales y, en ocasiones, fuente de corrupción de líderes sin escrúpulos, amparados generalmente por el partido oficial.
Además, la pobreza y la miseria reveladas tan crudamente por las lluvias evidencian que el bienestar para las familias quedó en promesa sexenal. Si cada año en las celebraciones oficiales (del árbol, de la tierra, del medio ambiente, etcétera, etcétera) nuestros altos funcionarios nos ilustran sobre la importancia de los bosques y selvas porque son clave para la salud ambiental y material del país, es inexplicable que no hayan hecho lo suficiente para impedir la destrucción de tan importantes ecosistemas. No está por demás insistir en que las selvas y bosques funcionan como paraguas permitiendo que el agua de lluvia no caiga al suelo en forma torrencial, desenfrenada; que precisamente los árboles ayudan a que el agua se filtre poco a poco al subsuelo evitando la erosión y el deslave de terrenos; todo ello trae como resultado una disminución notable del azolve de los cauces de ríos y cañadas garantizando la capacidad de éstos para transportar sus caudales y llevarlos lo mismo al mar que a lagos y presas.
Sin embargo, todo eso se olvidó: basta observar el marco geográfico donde las lluvias han dejado víctimas para darnos cuenta que una parte muy importante tuvo ricas áreas boscosas y selváticas que permitían el flujo natural del agua, pero fueron devastadas por los programas oficiales para impulsar la ganadería extensiva o ciertos cultivos comerciales, así como por la pobreza que obliga a los campesinos a destruir los recursos que tienen a su lado con tal de sobrevivir. Además, los tantas veces anunciados programas para poblar con millones de árboles el territorio nacional, siguen en el papel, en las buenas intenciones.
La tragedia, que no termina aún, mostró cómo fallaron otras medidas, calificadas, en su momento, como la respuesta adecuada a ciertos problemas. Es el caso del sistema de prevención de desastres y atención a la población civil afectada que se puso en marcha precisamente en momentos en que la sequía, y no la lluvia, era la preocupación oficial. Tal parece que ése y otros instrumentos fueron echados a andar más con fines electorales (dependen de la Secretaría de Gobernación y su anterior titular, Francisco Labastida, los anunció pomposamente antes de dejar el cargo), que con el deseo de contribuir efectivamente a evitar tragedias y proteger a los ciudadanos. Igual que en 1997 con el huracán Paulina, o en Chiapas el año pasado, o con las sequías recientes, el aparato gubernamental no supo prevenir ni actuar con la eficiencia y prontitud requeridas.
La televisión europea nos trajo escenas de destrucción en las que una mujer declara que "esto nos pasa porque somos pobres". Ella resume con exactitud lo que nos ocurre en México. Somos un país con millones de pobres. Pero también con una administración pública pobre en miras, anquilosada por decenas de años de presidencialismo desorbitado e impunidad. Es hora de que todos impidamos que esto continúe. Sería otra tragedia no hacerlo. *