La Jornada martes 19 de octubre de 1999

Ugo Pipitone
Pakistán: el nuevo golpe

Recapitulemos los acontecimientos de los últimos diez días. Y hagámoslo con el espíritu de quien observa en los acontecimientos ajenos los brotes originales de esa planta común que la pereza intelectual nos hace definir Tercer Mundo. Un primer ministro (Nawaz Sharif) que decide deponer al jefe del Ejército (Pervez Musharraf) y éste que da un golpe de Estado apenas dos días después. Y como casi siempre ocurre, intereses individuales y de grupo toman vestiduras patriótico-moralistas en una representación colectiva en que ningún actor entre en escena, como en el teatro griego del siglo V aC, sin máscara.

Hace algunos meses, Sharif decidió retirar el apoyo gubernamental a los guerrilleros de Cachemira --región de la interminable disputa entre Pakistán e India-- y evitar así la cuarta guerra entre los dos países. La tercera, por el control de esta región. Un conflicto que, con el arsenal nuclear de los dos países, habría producido consecuencias de envergadura inimaginable. Sin embargo, la decisión produjo el evidente disgusto de parte de un ejército paquistaní que hoy se desquita de la supuesta humillación frente a India deponiendo a Nawaz Sharif. Y ahí estamos de nuevo. A lo largo de medio siglo de vida independiente, Pakistán ha desarrollado más las formas exteriores que los contenidos sustantivos de la democracia, y hoy renuncia incluso a las formas.

La cereza en el pastel es que la mayoría de los 140 millones de habitantes apoya el actual golpe de Estado. ƑMasoquismo colectivo? Tal vez. El hecho es que los militares han gobernado Pakistán por más de dos décadas después de la independencia y los resultados han sido siempre desastrosos tanto en términos económicos como de retrocesos culturales. Un solo ejemplo: cuando el general Muhammad Zia ul-Haq dio su golpe de Estado en 1977, después de asesinar en un proceso-farsa a su predecesor civil, convirtió el adulterio en un crimen contra el Estado punible con la pena de muerte por lapidación. Ejemplo virtualmente inmejorable de la locura que supone en Pakistán la mezcla de militarismo y fundamentalismo religioso.

La historia del país es historia de gobiernos civiles que, en general, no son mucho más que camarillas de individuos que, con el poder, adquieren el derecho al enriquecimiento y a la impunidad. Y de gobiernos militares que usan el nacionalismo para fortalecer sus intereses corporativos y lanzar uno de los países más pobres del planeta a una delirante aventura nuclear. El resultado es que, después de medio siglo de independencia, el PIB per capita de Pakistán es inferior a los 500 dólares anuales. Un país en que la malnutrición infantil alcanza una de las tasas más altas del mundo (40 por ciento), donde el analfabetismo de la población adulta supera el 60 por ciento y donde, para sólo mencionar un dato acerca de la exclusión sexista, apenas el 15 por ciento de la población que asiste a la educación secundaria está constituida por niñas.

Y hoy, ese nuevo golpe de Estado: un retroceso más en una salida del atraso que siempre requiere la construcción de estructuras institucionales eficaces y socialmente creíbles. El nacionalismo es usado para dar nobleza a aquello que no la tiene: un ejército fuera de todo control real de parte de las instituciones del Estado. Este es el desconsolador balance de medio siglo de vida independiente: instituciones que, en el maremagno de corrupción política, fundamentalismo religioso y analfabetismo, no alcanzan a establecer un cimiento firme de convivencia civilizada.

En las semanas previas al golpe, en una nueva oleada de intolerancia religiosa, fueron asesinados varios miembros de la minoría musulmana shiíta. Hasta aquí, nada notable. Más bien, la crónica de un salvajismo consuetudinario. Lo notable fue la declaración del ministro de Interiores que achacó la responsabilidad de los atentados a agentes indianos interesados en desestabilizar el país. He ahí el síndrome: el subdesarrollo como incapacidad de mirar la situación propia como resultado de las propias responsabilidades y la fuga consoladora hacia las eternas teorías conspirativas. O sea, la paranoia como autoabsolución.