* La boda del poeta *

* Antonio Skármeta *

La aureola profética de East excomulgada del horizonte, hizo sentir a Stamos Marinakis, el primer dueño del almacén El Europeo, que el candidato más estridente en cortejar a Marta Matarasso se había autoexcluido del papel de potencial novio, y procedió a exhibir ante la bellísima doncella sus virtudes económicas y sus atributos físicos.

Las primeras eran evidentes. Nadie en el Adriático, piratas incluidos, podía competir con su fortuna. Tulipanes holandeses, orfebrería de la Costa de Marfil, esmeraldas brasileñas, chocolates vieneses, caviar iraní, zapatos italianos, fonógrafos RCA Victor La Voz de su Amo, fueron algunos bocadillos con los cuales despobló el potrero de aspirantes, consiguiendo desplazar bajo la humillación de la riqueza a media docena de ellos.

Tocante a los atributos corporales, no se puede negar que a la sazón Stamos Marinakis cultivaba un cabello con flecos sobre la frente que le daban un tierno aspecto de propaganda láctea para bebés, y que ocultaban de maravilla las profundidades de su apetito. Un botón de muestra del que fue inventor el propio alcalde de Gema, ciudadano de alma gentil y estilo epistolar lacrimógeno que salvaría de su soledad veinte años después a Jerónimo Franck, es aquel de la competencia en el arte de deglutir ostras, donde Stamos no contento con haberle hecho el servicio a ciento veinte piezas, procedió a comerse la última unidad de la bandeja con concha y todo. Sus dientes "tremolaron" según un artículo de Mar y Futuro, pero animado de una ferocidad jactanciosa "succionó la pétrea cobertura del molusco dejando pálidos a sus rivales".

Desde entonces, los isleños lo apodaron cariñosamente el Abrelatas. Vestido cual gladiador romano, camisas de petos alborozados con incrustaciones de filigranas y una humita de terciopelo que sabía levantar con gracia su nuez de Adán, Stamos se presentó ante Marta Matarasso como un ser solar y prepotente, un empresario griego a quien la fatalidad había puesto a cargo de un "inmundo boliche" y cuyo único consuelo en esta tierra sería que la bella colmada de virtudes y regalos aceptara casarse con él y fundar una familia que diera progreso y gloria a la isla de nuestros ancestros.

En términos prácticos, le explicaron sus tías a la bella huérfana, le estaban ofreciendo ser la Reina de Costas de Malicia y le recomendaron evitar remilgos pues los trenes expresos se detienen sólo una vez en la estación y después no vuelven.

Tanto sus pragmáticas tías, "que habían hecho grandes sacrificios para mantenerla", como los vecinos deseosos de asistir a la boda del siglo, hicieron oídos necios a la información que Mote Vranicic, oficial de presupuesto de la Escuela Rural Ade Faride, había puesto en circulación la misma noche que el Gema Express empatara a dos goles con el Turín de Italia, gracias a que Tadeo Monlian atajó un penal en el minuto ochenta y cinco al elenco visitante.

El match había sido tan intenso que a pesar de los barriles de cerveza vertidos a la vejiga nadie se animó a visitar los sanitarios y cuando el árbitro estableció el pitazo final los hinchas desbocados se precipitaron a los urinarios prácticamente corriendo con el miembro al aire. Mote Vranicic, al igual que el resto de los espectadores, no tenía otro deseo que deponer y cerró los ojos frente a la muralla carcomida de orines disfrutando de la dicha elemental de la evacuación. Ya a medio camino, y bajo los efectos de la urgencia superada, levantó los párpados sólo para descubrir al Abrelatas, que con los ojos velados y en posición de éxtasis, lanzaba un chorro turbulento y eterno. No la mariconería, sino la simple curiosidad, llevó la vista del Mote de la cascada al órgano que lo emitía, y al ver su largura y grosor, sintió que el resto del líquido se le aconchaba en la garganta. Con esa herramienta, filosofó, Stamos Marinakis sería capaz de partir en dos no sólo una ostra sino también un tanque.

Esa misma noche pudo comentar el incidente. El empate con un equipo de tantos pergaminos trajo a los isleños a la gloria y a los hinchas del Gema a las tabernas, donde una ronda de slibovitz aliñada con cerveza llevó al Mote a contar lo que acababa de ver con sus propios ojos y su lengua realista mágica. Para subrayar sus frases se cubría los párpados con las dos manos y movía la cabeza cual si quisiera desprender de una pesadilla. Los parroquianos retuvieron este dato, y si bien al comienzo atribuyeron el informe a una alucinación del oficial de presupuestos, no pudieron evitar en los días siguientes matizar sus adquisiciones en el almacén El Europeo con subrepticios pestañeos a la bragueta de Stamos.

En un pueblo sencillo y tradicional, los matrimonios bien constituidos aconsejaron a sus hijas no meterse nunca con el almacenero, y algunos estimaron de cordura liberal extender la recomendación a sus hijos varones.

"Mera envidia", determinaron con más voluntad que convencimiento las tías de Marta Matarasso. Si otros ciudadanos tuvieran la ocasión de que Stamos y su fortuna merodearan sus hembras, no les importaría que el hombre fuera un dromedario. De modo que cuando el hombre vino en plan más formal a pedir la mano de la hija, le dieron el sí a dúo y al unísono.

El dueño del almacén brindó de variadas maneras con las tías de la belleza, bebiendo el slibovitz a gotas, y dando vuelta a veces la cabeza hacia la muchacha quien lo miraba fijo con la persistencia de una foto de calendario. Los colores del alcohol asomaron a las mejillas de las mujeres, momento del cual se prendió con delicadeza el pretendiente para solicitar autorización de retirarse algunos minutos a la terraza con la novia. Bajo el pálido toldo celeste de la modesta casa, Marta Matarasso lució tan naturalmente seductora que parecía una reina a quien visitaba un simple fogonero. Había algo intrínsecamente pálido en su cutis que la diferenciaba de las mancebas rurales cuyos rostros y narices parecían haber sido tallados a martillazos por el sol. Stamos anticipó imprudente cómo sabían esos labios de mármol cuando él los animara con su robusta lengua de fuego.

Mojándose con ella la parte inferior de su mostacho, miró humilde a la chica.

ųQuiero decirte que nunca en la vida te obligaré a nada. Y menos a casarte conmigo si no lo deseas.

Ella lo miró con la curiosidad que un niño sigue los desplazamientos de un ciempiés.

ųYo deseo casarme contigo.

ųƑMe encuentras atractivo?

La muchacha asintió con una sonrisa.

ųEres corpulento, tienes unos dientes bulliciosos, y una sonrisa burlona. Además está la plata.

Stamos creyó tragar medio litro de saliva antes de tomar agradecido la nívea muñeca izquierda de la chica.

ųTú sabes que se dicen cosas de mí ųagregó el hombre cabizbajo y moviendo la punta de sus mocasinesų. No quisiera omitir el tema.

ųAlgo he oído ųdijo ella, con la vista fija en el marų. Pero la gente dice tantas cosas.

El hombre carraspeó:

ųAlgo... Algo de lo que dice la gente es verdad.

ųCuánto... ƑCuánto del algo que dice la gente es verdad?

Stamos arrastró con suavidad la mano de su prometida hasta la bragueta e hizo que la chica se formara una clara idea de su topografía.

ųšCónchale! ųexclamó la niña, mordiéndose la uña del índice de su mano libre. Luego trajo la mano santificada por la ciencia, la unió con la otra, y sobre ambas posó la frente como en un rezo.

ųLo siento ųdijo Stamos emocionado por la turbación de la chiquillaų. No es necesario que se celebre la boda.

Marta Matarasso deshizo su pose y se tocó los lóbulos de sus orejas como para calmar el ardor.

ųLa boda no es el problema ųarrastró lentas las palabras, mientras miraba al hombre con aire grave.

En un destello se acordó que Stamos había comenzado su éxito comercial entre los nativos vendiendo sus mercancías a plazo. Asomando la punta de la lengua entre sus dos dientes centrales sonrió hasta que los ojos se le achicaron y dijo: ''ƑNo me lo podrías entregar en cómodas cuotas mensuales?''.

 

Veinte años después

 

Los ajetreos nupciales de Jerónimo y Alia Emar ocuparon gran parte de las lenguas y pronósticos de los isleños, y hubieran seguido en los alborotos de la frivolidad y la perfidia si cinco días antes de la ceremonia nupcial, desde la torre de la iglesia, donde el sacristán y sus adolescentes acólitos disponían velos festivos y banderas papales, Reino Coppeta, hijo del descabezado héroe anarquista, no hubiera percibido con vista de gerifalte e instinto político una extraña barcaza que se aproximaba a la costa, rodeándola al más clásico y sibilino estilo Jericó.

No se le escapó que a babor y estribor cargaba cañones y aunque no discernió ningún atuendo, supo que esos eran los soldados del imperio austrohúngaro que venían a reclutar a los jóvenes isleños o a degollar a los desertores.

El primer cabildeo sobre el asunto tuvo lugar en las alturas eclesiásticas y una rápida encuesta le reveló a Reino que el terror a los militares hacía que al grupo de católicos a su alrededor no les pareciera despreciable la idea de entregarse y vestir botones dorados, sable, guerrera de figurín y salario de empleado fiscal. Los bastardos, anunció el hijo del prócer, preferían calzar botas de campaña antes que enfrentar como desertores al cadalso.

Encabritado por la sangre Coppeta que ahora le hervía sólo en la cabeza, perdió su suave hablar, llamó al sacristán y secuaces "pendejos" y con un salto desde el púlpito corrió hacia la calle empolvada a reclutar milicias entre los pescadores y ordeñadores de vid. Estos no habían usado cuchillos más que para perforar piures y usar su carne ensartándola en un gancho de fierro, y así tentar a los pulpos en los roquerios.

Cualquier tipo de arma cortante se avenía al caso, precisó Reino, cuando los pescadores le mostraron los cuchillos oxidados de tanto rajar jugosos moluscos en los arrecifes. Y con piadosa doctorancia les precisó que el filo de la punta alcanzaría para horadar el corazón de los austriacos y que el moho de los fierros no debería preocuparles pues era improbable que después de muertos los cadáveres contrajeran tétano.

Mientras el impulsivo Reino sublevaba isleños con sus arengas, Esteban Coppeta, su hermano menor, había entrado al Gran Almacén Europeo para conseguir dos unidades de tabaco gracias al capital devenido de un calamar patidifuso que había pescado y rebanado para la cena de una viuda con precisión quirúrgica. Su modesta entrada al establecimiento fue mucho menos épica que su ingreso en otros espacios, más sólo porque el local estaba momentáneamente vacío. Lo cierto es que Esteban poseía unos ojos azules de tal profundidad y grosor que parecían fraguados en cobalto y desestabilizaban el equilibrio de cualquier persona que se le pusiera por delante. Así, consciente del magnetismo de su mirada, dejaba caer modesto los párpados para ahorrarle al mundo los trabajos del deslumbramiento.

Si Reino era eléctrico y electrizante, Esteban tenía pese a sus veinte años la calma de un lago. Consecuente con esta imagen tendía a proclamar que la vida daba sus notas más fulgurantes donde uno estaba, y que todo desplazamiento era inútil. Una caminata a la plaza le parecía un ultraje al orden natural. Un viaje a Nueva York, como seguían proyectando los muchachos en el muelle, lo impresionaba como el mayor de los desatinos. Eso explica que una vez adquirida la cajetilla de cigarrillos, se sentara en una plácida butaca de El Europeo a saberla con el deleite que lo haría un condenado a muerte antes de su inminente ejecución. Parte de su filosofía era procurar que todo momento fuera tan pleno que no hubiera nunca necesidad de plantearse cuál era el sentido de la vida. "No me queda cabeza para pensarlo", le espetó en cierta cierta ocasión a un cagatintas libresco y pedante que más tarde le arruinaría la bilis con artículos en La República.

En medio de tala gotador ajetreo, ocurrió algo que Esteban confiesa haber olvidado. Hay quienes opinan que por razones de estilo, del Alzheimer, o por la conveniencia que aconseja no volver a la realidad cuando ya se ha hecho leyenda. El hecho es que Alia Emar surgió de los aposentos del almacén envuelta en una hojarasca de tules blancos seguida de dos modistas francesas que le sujetaban la tela al cuerpo con largos alfileres de cabezas amarillas. La condujeron hasta el espejo, frente al cual, ignorante de la presencia del muchacho, la chica procedió a palpar la delicia de su escote para ver si el amado se los moldeaba con la insinuación precisa, y extendió con las palmas las voladeras de rol que se extendieron hasta los propios pies del cliente, quien según su costumbre echaba una voluta de humor antes de aspirar a fondo el tabaco.

Sólo cuando la novia quiso comprobar si su loca abrumada por un kilo de perlas y mostacillas, que había dispuesto en níveas flores su propia madre, alcanzaría a sostenerse sobre el ceremonioso peinado francés que consideraba una elevación de su cabello castaño para darle más dignidad altura y alcurnia a su formato campesino, pudo descubrir al intruso, quien con ese gran talento para ausentarse, contemplaba el espectáculo cual si hubiera entrado al cine por verlo.

Alia Emar estuvo a punto de chillar un reproche, pero aun a través de la vía indirecta del azogrado vidrio, supo sentir otra vez el vértigo de esos ojos cobalto a pesar de la sonriente serenidad con que éstos la observaban.

De lo que se dijo en ese instante hay varias versiones: se descarta la de Esteban, porque su laconismo cuando le preguntan por el asunto lo llevaba a mover el cuello con torticolis diplomática, sin aceptar ni negar. La de las modistas francesas que llenaron la prensa con expresiones lujuriosas y maupassianas, amén de castañuelas bizetianas, puede ser descartada porque ignoraban meticulosamente el lenguaje isleño. Sólo puede aceptarse como históricamente fidedigno el informe de la novia, corpus verbal herido, sin embargo, por el inconveniente de la subjetividad, y, literalmente, el de la leyenda.

La prometida de Jerónimo se vuelva con violencia hacia Esteban, quien evita pestañear para que la vía de las almas quede libre. Al advertir la mujer que la visión no mediatizada por el azogue del espejo de esos ojos abismales la tuba hasta consumirle la sangre que irriga su cerebro sólo atina a la siguiente frase:

ųƑQué haces aquí, pendejo?

Sonriente, Esteban muestra el cigarrillo que fuma con ritmo inalterable y expulsa un vaho de humo con la prestancia de un sultán. Luego replica:

ųYa lo ves. Fernando un puchito.

ųƑY hasta cuándo?

ųMe queda un resto.

Alia Emar aprieta un pálido puño y lo hace vibrar junto a su mejilla pálida que ahora mismo enrojece cual si hubiera probado un vino violento.

ųƑNo sabes, infeliz, que da desgracia cuando un hombre mira a la novia en su túnica de bodas antes de casarse?

ųNo si ese hombre es el novio ųsonríe Esteban Coppeta acariciándose el bozo cual si ya poseyera el frondoso mostacho que pensaba dejarse crecer algún día.

ųPero sucede que mi novio es Jerónimo Franck y que el matrimonio tendrá lugar el sábado por la noche.

El muchacho se pone de pie, y sin hallar dónde tirar el cabo del cigarrillo, lo apaga en la palma de una mano y se lo mete en el bolsillo del pantalón.

ųAsí como estás no esperaría hasta el sábado y me casaría contigo ahora mismo.

La novia decide avanzar para propinarle un puñetazo en la nariz, mas algo infinitamente alegre en las cascadas cobalto al fondo de los ojos del intruso la detiene, y desliza una filuda sonrisa por sus labios gruesos.

ųƑY con qué dinero me mantendrías llegado el caso?

Esteban muele el resto del tabaco en su bolsillo y con la mano libre se rasca la frente.

ųEsa sería prácticamente la única pregunta para la que no tengo respuesta.

ųSaber la respuesta a esa pregunta es lo que diferencia a un hombre de un niño.

Las costureras le hacen gestos al joven ahuyentándolo, y éste abandona el almacén con la vista gacha, cual un perro reprendido por su amo. En cuanto desaparece del local, la modista hace girar a la joven hacía el espejo y percibe con espanto cómo los laboriosos alfileres que comprimían su busto se desprenden de la tela víctima de la súbita turbulencia de las tetas de Alia Emar que se ponen tan duras cual los puños con que cubre sus ojos llenos de lágrimas.

ųAgua ųalcanza a decir antes de desmayarse.