La Jornada lunes 25 de octubre de 1999

Hermann Bellinghausen
Un aire de ver lejos

Hay en Roma una puerta siempre cerrada frente al parque antiguo de una de sus colinas. La flanquean sólidos muros, y por un orificio en ella todas las noches uno puede ver dos largas hileras de cipreses formando un arco que parece túnel, que parece nave; y al fondo, con sus luces y sus contornos, los techos de la ciudad donde los gatos maúllan, y la cúpula de San Pedro, una de esas cosas que hacía Miguel Angel y símbolo de una ilusión que sólo se atribuye a Roma: la de ser una ciudad eterna. Como si alguna pudiera serlo.

Cada noche se forman filas de romanos y visitantes hasta tarde, para inclinarse ante la puerta (a los niños hay que cargarlos para que alcancen), poner un ojo en el orificio, que no es cerradura pero tiene también chapa de hierro, y mirar allá, lejos, la ciudad dormida, y exclamar oh, ah, y sonidos similares.

Apoyada en el quicio, tumbada en el suelo, una anciana mendiga, hablando sin parar, como atrapada en un discurso interminable y sin salida; pero los romanos, y en eso conoce uno que son romanos y no de otra parte, la escuchan y se dirigen a ella, y no es que le den limosna, sino que dialogan. Entran al caparazón de sus palabras letánicas y no parecen dirigirse a una paria innombrada sino a una persona de su más alta estima.

Al parecer saben que, en ese punto, lo que se domina a través del orificio en la puerta les pertenece por igual. En ese punto momentáneo ningún romano es más rico ni más pobre. La calzada de los cipreses los hace iguales. Son sueños de lo mismo.

Algo tiene este aire, que permite ver tan lejos.

 

* * *

 

En todas las partes del mundo donde hay sanates pasa lo mismo. A cierta hora de la mañana bajan en tumulto, espantan a cualquier otro emplumado, y pican, roban y se ríen de todos nosotros como si fueran verdaderos cuervos.

Pero ni ellos son constantes, ni el día los tolera mucho tiempo. Parte de la naturaleza de las cosas, ha de ser. Y vuelan en parvadas, nubes negras y trapaceras, que parecen costras en el cielo gris azulado una mañana de tiempo de aguas.

Al fondo del túnel o catalejo de árboles inclinados sobre el río desde las dos orillas, un relámpago malva irrumpe, con un reflejo en el agua y otro en el aire por encima del cuerpo. Triplicados, los movimientos cadenciosos del malva encendido despiertan ondas en el agua como brillante espuma de plata.

Es la falda malva de una mujer que lava sábanas blancas, las extiende como banderas, las deja caer al agua, amplias, las enjuaga, exprime, aprieta y arroja a sus espaldas.

Muchos metros menos lejos, bajo el mismo pasadizo de guayabos, mangos naranjos y plataneros, otra mujer camina el río a su través, llevando una canasta en la cabeza, de la cintura para abajo sumergida en la corriente. Emerge en la otra orilla y sigue su camino, chorreando en la mañana fría, y al parecer tan fresca.

Menos lejos todavía, unos caballos pastan en el prado donde hace curva el curso del río.

El relámpago malva se agita, sin que por la distancia se alcance a escuchar el chasquido de su trueno. Las piernas fuertes y húmedas de la mujer lavandera, tan oscuras que espejean, y los brazos chorreantes, ordenan la disipación de los alevosos cuervillos que ni siquiera bien negros saben ser.

Regresan a las ramas, las estacadas y los prados, otro tipo de gorgeos y chiflidos de gorriones y pecho-naranja, pecho-rojo, pecho-amarillo, las vibraciones de las oropéndolas y los loros surcando la altura con sus grititos esperpénticos.

De la espesura que ha de ser la casa, el corral, el huerto y eso, brota la camisa blanca de un hombre hacia más debajo de la corriente; agita los brazos al frente y algo choca y rebulle a medio río. Los brazos de la camisa blanca jalan el hilo, una y otra vez. Lleva una cesta al hombro; salió a pescar el desayuno. Con suma facilidad culmina su tarea. Se aproxima a la mujer de malva, quien deja caer una prenda recién enjuagada, se juntan el malva y el blanco, el blanco abraza a la lavandera malva, la alza y la lleva a espesura.

Ya sólo se ven, claritas, las rocas de la orilla. Y ya pasó la hora del desayuno.