La Jornada lunes 25 de octubre de 1999

Abraham Nuncio
ƑCiudad de México o Chilangolandia?

LAS MALAS NOTICIAS, COMO DE COSTUMBRE, no vienen solas. A los asesinados del PRD, demasiados ya como para seguir tolerando las declaraciones instantáneas de las autoridades priístas en el sentido de que tales crímenes no son de índole política, los acompañaron otros muertos: los ahogados por las aguas embravecidas (y por su pobreza) y dos queridos camaradas que hicieron de sus convicciones socialistas y su trabajo honesto una admirable biografía: Eduardo Montes y Miguel Angel Velasco, El Ratón.

Por si algo faltara a esta ráfaga nefasta, supimos que nuestra señora Academia de la Lengua estableció el gentilicio de chilango para los nacidos en la capital del país. Es como si a los veracruzanos se les llamara oficialmente jarochos, a los yucatecos boshes, a los guadalajareños tapatíos, sabiendo que el mote tuviera una carga peyorativa.

En plena virulencia antichilanga (fue a raíz de la estatización de la banca y por razones de pesos), el conductor Nino Canún me invitó en Monterrey a participar en una mesa de discusión sobre el antichilanguismo. A los acordes del Vals Jaime, como dice Piporro, recuerdo haber argumentado la xenofobia subyacente en la actitud de quienes empleaban el término chilango para agredir a los que veían como los villanos de la nación.

Después de residir 25 años en Monterrey, una ciudad formada con permanentes oleadas de inmigrantes, es fecha que no me acabo de explicar el regionalismo de sus nativos. Ellos se llaman a sí mismos regiomontanos --y no monterreyenses, como debiera ser--, y aun regios, ya subidos en el templete de la identidad. Por supuesto que tienen la libertad y el derecho de hacerlo. A lo que no me parece que tengan derecho --como no lo tienen los demás-- es a confundir el anticentralismo y el poder unipersonal con lo que implica el término chilango: individuo racialmente tramposo, amañado y gandalla.

Si aquella discusión tuvo lugar en Monterrey fue porque su elite atizaba de manera evidente el clima de xenofobia. Polvos de aquellos lodos, la columna M. A. Kiavelo de El Norte suele llamar a la ciudad de México Chilangolandia.

Señalaba yo en aquel programa de Nino lo paradójico de que Nuevo León fuese, con Aguascalientes, el estado más centralizado del país (en Monterrey y su zona metropolitana se concentra casi 90 por ciento de los recursos humanos y materiales) y que aún así se manifestara anticentralista. Otra paradoja que aquí señalo: esa elite se ha encargado de fortalecer el poder central al momento de usufructuar los beneficios del petróleo o cuando se trata de que le sean rescatados sus bancos. Desde luego, cuando el poder central no le cumple amenaza con abandonar el Convenio de Coordinación Fiscal --que, cierto, no es ni con mucho factor de equilibrio entre la Federación y los estados-- y hasta con hacer que Nuevo León siga la suerte de Texas.

El anticentralismo tiene raíces históricas que no se pueden soslayar. El virreinato reprodujo, en otra dimensión, el carácter tributario que los aztecas impusieron a los pueblos bajo su dominio. Como país independiente, el nuestro nunca ha logrado tener un gobierno federal. El centralismo permanece vigente y sus representantes políticos siguen tratando a las entidades, supuestamente soberanas, como subordinadas.

Algo de la prepotencia y el desdén con que la cumbre del poder trata a la provincia y a los provincianos se les ha pegado a los habitantes de la capital. Es un problema cultural que se vive cotidianamente dentro de los ámbitos burocrático, partidario, empresarial, sindical, gremial, académico, cultural. Esta es otra de las motivaciones que han impreso al término chilango un sello despectivo. En torno a esta realidad hay que provocar una toma de conciencia.

Pero no hay peor educación que la del desquite. Ellos nos tratan como provincianos y nosotros les damos el trato de chilangos. Orale. La intolerancia que palpita en ese intercambio no augura sino un mayor extrañamiento y xenofobia. Niebla que, al fin y al cabo, nos impide ver las causas reales de ciertos males que padecemos.

Ese complejo político y sentimental no lo supieron aquilatar los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua. Ahora no queda sino la disyuntiva: o bien se corrige el error, como ha dicho José Emilio Pacheco, o bien, para ser coherentes, a la ciudad de México se le cambia el nombre por el de Chilangolandia. *