La Jornada sábado 6 de noviembre de 1999

Jordi Soler
Caballos en el aeropuerto

La copa mundial de rugby llena los bares en Londres y los hoteles en París. Alguien que viene del continente del futbol difícilmente puede explicarse las pasiones que levanta este deporte a caballo entre el futbol americano, el soccer, el aventón y el tumulto. ''A caballo" quiere decir: entre una cosa y otra; aunque aquí, en este contexto, la expresión sirva para anexarle rugby, después del tumulto, los caballazos.

Los caballazos ingleses, que son como los caballeros pero bruscos, beben cerveza Guiness Draught, que por cierto es la patrocinadora de las transmisiones de tele en la isla británica, mientras rumian la desgracia de que su equipo, la selección inglesa, fue eliminado hace una semana justamente cuando arrancaba otra vez el asunto de las vacas locas. El marcador entre Francia e Inglaterra va parejo: Francia pasó a la final de rugby, pero antes Inglaterra ya le había clavado la muy dolorosa anotación de prohibir la carne francesa en los supermercados. Cuestión de equilibrio a medida que se consolida la Unión Europea, empieza a confirmarse que la guerra de los cien años tiene vigencia de varios siglos.

La Guiness Draught y el rugby ponen a los caballazos ingleses que asisten al pub en un estado de euforia más divertido que este deporte donde, de pronto, la totalidad de los dos equipos se apeñuzca en un extremo de la cancha y se mueve, en un tumulto compacto, de allá para acá, mientras los asistentes contienen el aliento, o el trago.

Hace una semana, el viernes, el aeropuerto Charles de Gaulle, en la sección de los vuelos que salen a Londres, estaba tomado por 80 hooligans de rugby (que son como los de futbol, pero más caballazos) que se tomaban toda la existencia de cerveza al tiempo que se daban la libertad de corear porras, canciones y demás entusiasmos guturales de estadio.

El espectáculo hubiera podido ser normal, no hay nada extraño en ese asunto de ser fanático del rugby y de regresarse a su país, en colectivo, gritando y bebiendo cerveza; la complicación vino cuando cayó la niebla, o cuando no se desvaneció la que había caído durante la noche, y esa banda que gritaba a tope a las 6:30 de la mañana corría en formato de ''trenecito" a la una de la tarde atropellado niños, viejecitas y pisoteando un contingente de japoneses que había elegido un sitio en el suelo para purgar, en plan zen, las diez horas de retraso que llevaba su vuelo.

Uno de los japoneses, parcialmente noqueado por una coz, alcanzó a captar desde el suelo con su handycam las galopadas de esa caballada. Los japoneses pasean por París y por Londres protegidos por las lentes de sus cámaras, no se mezclan, no entran en contacto con nadie, da la impresión de que su estímulo para viajar es adueñarse del mundo, meter lo más que se pueda en sus rollos de fotografía y en sus viodeocasetes para luego archivarlos en su casa, en un ropero que contiene buena parte del planeta. El día que la tecnología les permita capturar esas vistas sin necesidad de salir de su habitación, dejarán de viajar.

Ese día en el Charles de Gaulle, el edificio que tiene los aviones-pescado más hermosos de la arquitectura aeroportuaria, me sentí, como especie, más cerca del Boeing 757 que de los japoneses.

Los gringos son otra cosa, tienen la intención de mezclarse pero no saben cómo; les cuesta trabajo entender que en una ciudad tan hermosa como París no se habla inglés. La ciudad luz es la evidencia de que ni Los Angeles, ni Houston ni Syracuse son el centro del mundo; caminan por las calles en parejas o en cuartetos, viajan cargando esta contradicción: tienen muchos recursos y poca cultura. La cultura japonesa es otra cosa, pero servía poco en el aeropuerto toda pisoteada por la caballada.

A las diez de la noche los caballazos ingleses, todavía gritando, abordaron el avión que los depositaría en el taxi que a su vez iba a depositarlos en algún pub, a tiempo para ver la repetición de los aventones, los caballazos y los tumultos que habían hecho perder a la selección británica.