José Steinsleger
La espada de Baltasar
Los chinos, que tienen fama de sabios, acostumbran citar un proverbio que vale para todas las épocas y civilizaciones: "no temas a la justicia sino al juez". Es verdad. Los chinos saben que si la justicia es una pregunta, el juez es una respuesta. Pero los chinos también tienen fama de crueles... šla "tortura china"!
En la antigua China era habitual la tortura de sospechosos porque un emperador había decretado que nadie debía ser condenado, excepto si confesaba. Por su lado, la tortura que practicó la Inquisición española buscaba obtener confesiones. Los nazis avanzaron un poco más. Torturaban, pero su especialidad fue el exterminio en masa, científicamente calculado y razonado.
En cambio, los militares argentinos, a más de algunas de las modalidades de tortura y asesinato, prefirieron institucionalizar la figura del "desaparecido". Con nervios templados es posible oir y leer la miríada de testimonios de las víctimas que pasaron por cárceles y campos de concentración. Las variables del dolor se repiten una y otra vez hasta quedar aturdidos frente al sostenido concierto de violaciones, descargas eléctricas, golpizas y asesinatos que, por sus alcances, exigió la participación de miles de personas.
Pero hay otros testimonios, muy contados, de personas que habiendo estado destinadas a desaparecer, consiguieron sobrevivir. Personas que nos han hablado de la posibilidad del sufrimiento como aniquilación perfecta y que no necesariamente fueron torturadas o violadas. Personas a las que literalmente se les rompió el alma para que en adelante viviesen temblando de dolor y a las que sólo cabe abrazar, pero no muy fuerte, porque de lo contrario se deshilachan.
El juez Baltasar Garzón dictó orden de captura contra los principales responsables de ese tipo de sufrimiento. No contra cualquiera de los tantos miles de asesinos y torturadores que se pasean impunemente en democracia. Hay tantos... Pero ellos, 98 para empezar, son los más terribles. Sus nombres forman parte de la auténtica historia de la crueldad. Sin embargo, gozan de la impostura de instituciones que funcionan mal porque hacen creer que las estructuras judiciales son capaces de compensar las fuerzas nocivas.
Jueces como Baltasar Garzón aparecen cuando las necesidades de la justicia sobrepasan las posibilidades de sus medios y obligan a que los ciudadanos se ocupen de ello. El jurista concibe a la justicia como derecho del prójimo, el poder político como instrumento, el teólogo la imagina como respeto del hombre a imagen de Dios. Pero el ciudadano común necesita creer en la justicia sin más, aunque sus definiciones, malos entendidos y concepciones cambien con el tiempo y las personas.
No es que en Argentina la justicia no pueda ser buena o que no existan jueces probos. El problema es que el envilecimiento al que por muchos años fueron sometidas sus instituciones obligó a multiplicar las garantías y las instancias jurídicas. Por lo demás, no ha sido Baltasar Garzón el inventor de estos mecanismos que permiten juzgar dos veces los litigios, e incluso tres por jueces diferentes.
La multiplicación de las jurisdicciones y el llamado a los hombres más competentes para resolver conflictos de esta magnitud, no es novedad. La justicia no siempre se hace en los tribunales y las reivindicaciones no siempre toman el camino judicial, puesto que a veces, dicho camino conduce a un callejón sin salida.
En casos como el de Garzón, la acción judicial ha debido confrontarse con la cobardía moral y cívica de presidentes, tribunos y jueces que hablan de la democracia con celo apostólico y políticos con ideas tan estériles como las de un mulo. Representantes, todos ellos, de gobiernos que deberían estar en la cárcel o en el patíbulo si hubiera, en verdad, un mínimo de justicia popular.
Por exigencias de su propia duración, las sociedades necesitan creer en la justicia. El modo de hacerlo es manteniendo viva la brasa y la memoria del pasado y de lo pasado. La justicia es la única dimensión en la que es posible conservar los tesoros espirituales de una sociedad y el sentido de las acciones de aquellos que, de generación en generación, supieron adquirir una conciencia completa de su destino.