* Construyeron otro helipuerto en la selva
Llevan tres meses protestando, pero ahora desde una loma
* Con sus voces, los indígenas callan el estruendo musical del Ejército
Hermann Bellinghausen, enviado, Amador Hernández, Chis., 12 de noviembre * No llores por mí Argentina, en la peor de las versiones posibles. Esa muzak me está matando los oídos, diría John Lennon. Cuatro chicos bocinones emiten, en el fondo de la selva Lacandona, cualquier negación de música como ruido, como muro de silencio contra la voz de los tzeltales encapuchados que llevan tres meses gritando y protestando, un día tras otro, de este lado del alambre.
Al centro del nuevo helipuerto que construyó el Ejército Mexicano en Amador Hernández, en la reserva de la biosfera de los Montes Azules, un batallón de policías militares con cascos antimotines, garrotes y escudos de fibra de vidrio, ofrece un aspecto tan desolador que dan ganas de llorar, aunque no sea por Argentina.
Frente a ellos, a unos 20 metros, una larga trinchera de costales rellenos de tierra marca la segunda línea de contención de las voces que gritan: "šZedillo, chupacabra, no cumple su palabra!", y también: "šQueremos escuelas, queremos trabajo, queremos hospitales, no queremos militares!". Y: "šYa los vi, ya los vi, los que matan son del PRI!".
Otros 10 metros más, y se yergue una cerca de estacas, y enseguida dos largas marañas de serpentina cortante, que rodean un círculo de desolación del tamaño de una buena milpa.
Y del otro lado, otros 10 metros más lejos, un puñado como de 200 campesinos encapuchados grita y canta contra el estruendo ensordecedor de la primera línea de contención del Ejército.
Los ropajes coloridos y fosforescentes de las mujeres y las niñas en primera fila, y detrás otro tanto de hombres y chamacos de pasamontañas, cada uno y cada una con un palo a manera de bastón.
Durante 94 días ininterrumpidos, desde el 10 de agosto pasado, los campesinos tzeltales del Valle de Amador y las selvas circundantes protestan contra la presencia militar en sus tierras, en el corazón profundo del Desierto de la Soledad, como llamaron los españoles coloniales a la selva Lacandona.
Para no escucharlos, para que la tropa no oiga la protesta pacífica de los zapatistas invadidos, el Ejército instaló tremendo equipo de sonido. Y los campesinos, sísifos absurdos a la altura de la absurda situación, no se callan, combaten con sus voces la música de supermercado en medio de la nada.
ųƑCómo es posible que nos pongan esa música tan fea? Todo el día tenemos que soportarla ųse queja uno de nuestros guías.
En el campo de fuego
Poco antes de llegar nosotros, un helicóptero de la Armada alzó vuelo desde el primer helipuerto que, desde donde se realiza ahora el plantón, permanece oculto. Como los soldados cruzaron el río selva adentro para talar un segundo predio, los campesinos también trasladaron su protesta a una loma, todavía más selva adentro que los soldados. Siquiera ya no están en el vado, con los pies hundidos en el agua y el lodazal.
ųTodo el tiempo tumban árboles para su campo de fuego, o sea pues su trinchera ųdice Erasto con un tono de dulzura que no parece ir con su enojo.
ųYa ampliaron su terreno. Ocupan más nuestras tierritas ųagrega, incrédulo, uno diría que ingenuo, este hombre ya mayor.
Detrás de la vegetación está el campamento. Los campesinos desconocen el número de efectivos castrenses establecidos permanentemente. "Por lo menos 400", dice el primer hombre, nuestro guía, y Erasto comenta: "Fígurese usted nomás cuánto se gasta en tenerlos alimentados".
Que lo digan los zapatistas, que mantienen su rudimentario campamento de guardia, desprotegido en una loma, desde hace tres meses, sostenido de la nada.
El menú de hoy de los 200 guardianes de sus tierras consiste en tostadas y arroz blanco. Beben su última dotación de café. Para mañana sólo habrá agua, y pozol para quienes todavía traigan.
Contra el muro de ruido, que emite Indian Summer a insoportables decibeles en una versión orquestal, y de tan melcochosa, vomitiva, las mujeres de colores, la mayoría muy jóvenes, palmean coreando: "El soldado de aquí no pasará, que aquí hay zapatistas con mucha dignidad".
Aunque hace semanas que no hay estudiantes ni sociedad civil entre ellos, se nota la impronta de los estilos universitarios de protestar:
"šDe norte a sur, de este a oeste, ganaremos esta lucha, cueste lo que cueste!". Del otro lado del alambre, armas de fuego y garrotes. Y ante la llegada de los periodistas, de inmediato los soldados sacan sus cámaras de foto y video, y registran toda nuestra estancia en el lugar. Y eso, realmente, es mucho afanarse.
"šLos acuerdos de San Andrés son ahora y no después!", "šZedillo escucha, segu imos en pie de lucha!".
En sus ojos negros, subrayados por los paliacates que les cubren los rostros, las mujeres, y los chamacos, dicen más que sus palabras contra la sordera que los tiene militarmente sitiados, a causa de un camino que de todos modos, según el secretario de Gobernación, ya no se va a construir.
La última esquina de la selva
Llovió toda la noche. Erasto, bajo su techo de plástico negro, no pudo evitar mojarse.
ųMe dio la fiebre ųcuenta a la mañana siguiente ųpero lueguito me metí en el río a mojarme todo y se me quitó.
Pero no se está quejando. Sólo es que dice las cosas como son. Lo mismo el anciano de rostro abultado en arrugas de piedra y piernas flacas, como la vara en que se apoya:
ųUn día de camino para venir aquí. Tenemos que cruzar el río Jataté, el río Perla. Dejamos allá nuestro trabajo del café. Con estas lluvias se madura a prisa, yo y mis hijos no alcanzamos a cosechar, se cae pronto. Por eso ellos quedan cuando yo vengo aquí para apoyar los compañeros, y luego ellos vienen y yo voy en la casa. Es mucho el trabajo.
Pero lo que hace se llama solidaridad. Sostener una protesta durante tres meses, con gente que tiene otras cosas qué hacer, implica un alto grado de colaboración intercomunitaria. Y como dice nuestro guía:
ųNo se abandona este posición.
En el campamento de los indígenas, a medio camino entre la comunidad de Amador Hernández y los terrenos ocupados por el Ejército, en medio de los techos, frente a la cocina, construyeron una ermita. Adentro, un crucifijo, una imagen de la Guadalupana, y los instrumentos del son: guitarra, violín, tambor y guitarrón.
Los hombres comentan entre sí la pérdida de una vaca que se llevó el río. Dice uno, divertido pero con tristeza:
ųSiquiera estuviera aquí. Si sabemos que se va a morir, mejor la comemos.
ųDejó allí su becerrito en la milpa, dice otro hombre, más bien maravillado de la vaca tonta ųƑCómo fue que se dejó llevar por la crecida?
Preguntan sobre la huelga de la UNAM. Si sigue "la problema". De tanto tener aquí estudiantes en los meses anteriores, manifiestan particular identificación.
ųEn todos lados lo mismo ųdice un muchacho, luego de confirmar que la huelga universitaria sigue.
También cuentan que la semana pasada extendieron ante los soldados una manta con un poema de Nicolás Guillén: "que les habla a los soldados". Y arrojaron volantes con el poema escrito, hacia las trincheras del Ejército. El oficial al mando ordenó a los policías militares que se taparan los ojos para no leer la manta, mientras recogía los volantes y les prendía fuego.
ųPero lo pudimos ver, después de un rato, que los soldados abrían los dedos para leer lo que teníamos en la manta, y nomás se reían, porque no los estaba mirando su mando ųdice Erasto.
El guía refiere, por último, que el piloto del helicóptero, cuando baja la carga, siempre los insulta, "como si se tomara algo" que lo pusiera furibundo y exaltado contra los campesinos que gritan, pese a la "música" y las aspas del aparato: "šsoldado uniformado también es explotado!".
Estas son las cosas que suceden, en este preciso momento, en la última esquina del país, rodeada de una hermosa e inmensa soledad alta, frondosa y vegetal, violentada por dos grandes circunferencias muertas, que son helipuerto y trinchera, nada más.