La Jornada domingo 14 de noviembre de 1999

Rolando Cordera Campos
La política en el desierto

Con la elección del candidato del PRI a la Presidencia de la República, termina la primera fase de la sucesión presidencial. En ausencia de propuestas y de críticas que vayan más allá de la pataleta, tendremos que admitir que la disputa por el mando del Estado arranca de la inopia ideológica, sin que pueda avizorarse nada que no parezca un espejismo.

"Más de lo mismo" no debía ser la consigna de nadie, a pesar de los indudables avances logrados por el país en materia política y económica. Sólo desde una soberbia adolescente se puede festinar la llegada de la democracia a estas tierras, cuyas elites se muestran tan renuentes a dejar sus hábitos del alma, tan distantes de aquellos que alentaron a Tocqueville a escribir su Democracia en América. Y lo mismo podría comentarse sobre la economía: las seguridades de hoy, tan blindadas, pueden sin más volverse turbulencia infame.

No se trata de sugerir de nuevo que seguimos en un tránsito sin retorno pero sin claro punto de llegada, aunque ganas no faltan. El rumbo no se fija y a medida que el tiempo del cambio político pasa se abre paso la certeza de que si algo se nos quedó en el camino fue una capacidad de fijar objetivos que, aunque casi siempre proveniente de la cumbre autoritaria, era para todos un activo, una referencia que animaba los afanes más encontrados.

Siempre alimentado por la ambición de los que mandaban, este empeño de mirar al futuro fue de todos modos un aliciente para una deliberación que luego pudo volverse intensa, al calor de la apertura política. Hoy, en el inicio democrático, no podemos sino lamentar su ausencia.

Las bravatas y descalificaciones instantáneas de Vicente Fox, por ejemplo, hacen flaco honor al club latinoamericano del que se dice formó parte entusiasta. Su disposición a aprender y hacer suyas las reflexiones de sus compañeros de coloquio, de la que me habló con entusiasmo algún día Mangabei-ra, no aparece por ningún lado, y el heredero de Manuel Clouthier parece haber optado por una versión del contragolpe que no tiene más destino que el desgaste.

En los territorios del PRI reina un triunfalismo ominoso, y el coro que habla de una indudable renovación del partido gubernamental le hace un mal servicio a quienes en efecto se proponen volver la victoria interna en una real reconstrucción del instituto priísta. No habrá un mínimo avance en esa dirección, sin embargo, si quienes ahora empiezan a encabezarlo se mantienen en las aguas grises que parece haber impuesto la inédita presencia de un presidencialismo sin dedo, pero con puños.

En el PRD se prefiere ir a París y habrá que esperar a que los aspirantes a las otras candidaturas dejen de hacerle olas a su principal abanderado. Más que la falta de un discurso, lo que es evidente pero común a los otros aspirantes, a Cárdenas le aqueja hoy la falta de un espacio desde el cual tejer un mensaje que sea creíble. La riña interna no puede sino obscurecer unos inicios de campaña que no puede darse el lujo de la rutina, y la incierta marcha del gobierno de la ciudad amenaza con volverse un fardo para una oferta que no puede quedarse en la intransigencia oposicionista del pasado.

Hasta aquí nuestro repaso del punto de partida de una sucesión que muchos piensan aún como crucial y decisiva para el perfil de México el siglo que viene. Con alternancia o sin ella, el tránsito presidencial debe desembarcar no sólo en una elección impecable, sino en algo que hace mucho no experimenta México: la formación de un nuevo gobierno que abra expectativas de cooperación social y sea capaz de convocar a los partidos a una reforma mayor de las muchas e inconclusas reformas del pasado.

Sin un compromiso para hacer esta "reforma de la reforma", diferente de las de segunda y tercera generación por las que claman los neoliberales un tanto desgastados que todavía piensan que el presente es continuo, el país seguirá en el círculo cansino de una transición sin fecha. Entraríamos así en el peor de los mundo posibles.

La política se debatiría, así, en una incertidumbre que poco tiene de democrática, a pesar de que los votos cuenten y se cuenten, mientras que la economía se mantendrá como hasta ahora, con premios de consolación que no abren panoramas de efectivo bienestar y rehabilitación mayoritaria. Estaríamos en el desierto de una disputa fútil, por los despojos de lo que pudo haber sido y no fue.