Hermann Bellinghausen
Sin una fronda

Carlos Manila extendió un ademán protector, como siguiendo en ritual que no teníamos, sobre el costal de lo robado. En esos años de caos, los que los andaban iban en pandillas, bajo diversos criterios de la distribución social de las pertenencias muebles. Nosotros, como la mayoría, robábamos para irla pasando, y aunque no me lo crean, para repartir.

Había grupos, por supuesto, bien desgraciados. Gente mala onda. Pero el nuestro era, por así decirlo, intelectual, o espiritual. No que lo fuera mucho, pero en fin, comparado con las cosas que uno veía en esos años turbios.

En esos años largos, precisamente en esos, Carlos Manila decidió poner un estate quieto a sus correrías, por una decisión individual -la única clase de decisiones que existían entonces.

Las ciudades de la costa habían desaparecido casi por completo. En Ocampo prevalecían los vestigios, realmente nada, que quedaban del reino; lo demás era tierra de nadie o tierra de todos. Ocampo y sus inmediaciones eran, como ustedes comprenderán, la mejor parte para medrar, así que había demasiados grupos en lo mismo, la competencia era feroz, y al final lo que salía no compensaba. Nosotros nos lanzamos desde el principio para el norte. Siempre se ha sabido que el norte es más grande.

``Llegó el momento en que ya no necesito de mí. Miro mis manos como si no las conociera y pertenecieran a algún desconocido. Tuve la ilusión, pasajera como es usual, de un desprendimiento físico, no de la tierra, pero sí del propio cuerpo''.

Octaviana me clavó el codo con excesiva vehemencia en las costillas. ``Ya oíste en lo que anda Manila'', dijo con un susto que la divertía. Yo dije ``ay'', por el codazo.

Eramos unos quince, otras veces el doble. Carlos Manila había jalado con nosotros desde el principio. De hecho nunca lo contábamos al censarnos. Lo dábamos por descontado. Era nuestro fantasma, decíamos. No hablaba, no comía casi, quién sabe cómo le hacía. Pero robaba muy bien. Flaco era, claro; todos lo éramos. En esos años flacos, los únicos gordos eran los zopilotes.

Para que se entienda qué clase de grupo éramos, no arrebatábamos por la fuerza, no agredíamos mujeres; bueno, la mitad de nosotros eran mujeres, algo entonces bien inusitado. Y no matábamos.

La situación era peligrosa fuera de las granjas meridionales, donde se refugiaban las mujeres, los niños y los ancianos. Enfermos casi no había, todos se morían. El hacinamiento ahí era atroz, pero sólo en las granjas se vivía con relativa calma. Las Hermanas del Ultimo Suspiro eran generosas en lo posible, y la Pretoriana Libre era una policía organizada por las propias granjas.

Gente como nosotros no soportaba permanecer allí. Elegíamos la errancia de los grupos y las hordas. En esas fue que Carlos Manila se soltó de lo que quedaba de sí mismo.

No iría a una granja. Ni modo de imaginarlo haciendo eso. Habíamos llegado a la última arboleda antes del desierto de La Rama, con sus cactos como dispersa multitud inmóvil y la vegetación chaparra, hirsuta, inconstante. Supimos que se internaría en esas inmensa planicie, que para nosotros significaba el límite de la correría, y volveríamos sobre nuestros pasos. En La Rama no había nada que robar.

Octaviana llamó por sus nombres a Constantino, Abraxas y las hermanas Casamata, que eran tres pero hacían la bulla de cuarenta. ``Vengan a oír a Manila. Ya estuvo que se va''.

Comenzaron a juntarse los demás, que andaban dispersos; hicimos rueda. Carlos Manila, ``el bastardo de Ondaya'', como se autollamaba las pocas veces que se refería a sí mismo, venía de Ondaya, la cuenca que antes del Gran Crunch fue granero y huerto del reino. Su juventud había sido apacible y absoluta. Cuando se nos unió, era el único con un pasado limpio. Claro, era el más viejo, le tocó la época anterior.

Con que se nos iba. Ibamos a extrañarlo. Su silencio, su presencia ausente, su acuciosidad para elegir lo robable. Era el único que no ejercía ninguna violencia. Para nosotros las cosas eran distintas; imaginen, crecimos en medio del colapso, y éramos mucho más jóvenes, sin un fronda de recuerdos que nos frenara, sin ninguna generosidad en nuestra experiencia previa al grupo. Todos habíamos sido violados, hombres y mujeres por igual, en algún momento de nuestra edad menor. Aquellos años eran caóticos, pero al menos habían quedado atrás los tiempos brutales, cuando todavía no se desintegraban las mafias del tiempo de la abundancia.

El caos reinante llegó a ser tal que desarticuló las mafias, las iglesias y las demás instituciones sólidas. Digo, en comparación con los Estados.

Pero ya no quedaba nada.

Cuando Carlos Manila, despojándose de sí mismo, se internó en el desierto, habiéndonos hablado sin parar más de media hora, Octaviana me dio otro codazo más fuerte que el primero, y mientras me tragaba un nuevo ay, dijo para que nadie más que yo la oyera:

``Ese no se va a morir. Es capaz de comerse hasta los zopilotes y las culebras''.

Pese a las carencias, esos animales todavía nos daban asco. Qué tiempos aquellos.