El caballo negro giraba en torno al toro de Manolo Martínez con el capote de plata de su cuerpo, bajo las nubes azul negro, en las manos de Pablo Hermoso de Mendoza. La sangre del caballo Cagancho galopaba, templaba la embestida del torillo, de frente, cruzado, y bailaba decires, hoy ignorados, que llevaban la gracia del toreo hasta lo soñado ¡Qué manera de danzar del equino! Delicada, garbosa, hasta que la delicia del torear se iba logrando. Magia del baile bien bailado, jugosidad de la sangre alboratada, prodigio que parecía milagro torero.
¡Cagancho torea, Cagancho toreando! y vibraba su ser enhebrado a don Pablo como herido por un lamento callado. La noche como un lamento en la plaza multicolor llena, florecía al gemir del caballo que recrecido bailaba y toreaba y caminaba entre los pitoncillos del toro, a la mínima distancia.
Las manos del rejoneador sobre las riendas de Cagancho tenían terciopelo, tacto, mientras el fuego torero discurría y caballo y caballero se convertían en estatuas de asombro calmado. El toro temblaba asustado y soplaba con las manos del viento su melancolía.
Qué alegría en la plaza cuando trotando Cagancho, la algarabía se escuchaba hasta Pamplona. Paso a paso, a pasitos, quedo-quedito, en circular delirio, sonaban en el graderío haciéndolo vibrar. ¡Habría que mirar su desmeleneo al embarcar al toro, a pitón contrario templarlo y recortarlo y quedarse colocado para el siguiente paso, después de cargar la suerte.
¡Qué desplante de caballo y caballero aireados de torerismo! Marcando elegantes ritmos y galopeos en el ruedo que arrebatan la razón de los aficionados, en medio de la algarabía y un clamor de ovaciones ¡Vaya andares de palomo que tiene ese Cagancho lusitano, bebiendo los vientos del toro!
La noche se volvía loca cuando dejó a Cagancho y fue por Chicuelo. Un farol se apagaba y se prendía otro. La plaza encandilada de luminarias y el rejoneador navarro, yendo al encuentro de los toros de Manolo Martínez, entre recios mugidos y relinchos, jugaba en los medios y tras del abaniqueo, las banderillas, los sesgos, los galleos, la estocada, el delirio... con el alegre novillo de Manolo.
Ante el milagro del resurgimiento del arte de torear, Manolo Mejía fue el contrapunto de lo que es el toreo con su destoreo a un bombón de San Marcos, a pesar de cortar una orejita. No hay en el mundo rejoneador como este pamplónico, recio y severo, y, al mismo tiempo, gracia que se disuelve y es aroma en la plaza.
Por otra parte, los novillines, sin trapío, lo mismo los de Manolo para don Pablo, que los de San Marcos. A excepción del quinto, todos toreables. Espléndidos, el segundo del rejoneador y el último de Manolo Mejía... Ah, Jorge Gutiérrez fue de espectador, a ver, a don Pablo... y la afición salió de la plaza entre recortes y galleos...