Ť Todo lo que soy está en mi infancia, confiesa el Nobel, que hoy cumple 77 años


Sin los personajes que forjé, mi existencia no sería más que un esbozo: José Saramago

Ť Cuando termine La caverna, su próxima novela, emprenderá la escritura de su autobiografía

Ť Sus abuelos maternos Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha le enseñaron el alfabeto de la vida

Pablo Espinosa Ť Todo lo que soy está en mi infancia, dijo José Saramago hace unos días al anunciar que en cuanto termine su próxima novela, que empezará a escribir en enero, emprenderá la escritura de su autobiografía: toda su infancia, hasta que cumplió 14 años. Está por cumplirse un año en que pronunció en Estocolmo ųal recibir el premio Nobel de Literatura 1998ų un discurso inolvidable que comenzaba así: ''El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir...": su abuelo materno, Jerónimo Melrinho. El y su mujer, Josefa Caixinha le enseñaron el alfabeto de la vida. Era invierno en Estocolmo. José Saramago acababa de cumplir 76 años. Un hombre pleno, feliz. En la dicha de sus 77 años, que cumple este día, 16 de noviembre de 1999, regocijémonos con algunos fragmentos de aquel bellísimo discurso. Entre el público, Pilar del Río, su esposa, hubo de convencerlo al final de que quien debía recibir los aplausos todos, solo, era él y no ellos juntos, como quiso que fuera el escritor al extender la mano hacia ella, como pidiéndole bailar juntos ese vals de aplausos gloriosísimos. Recordemos:

saramago-retrato ''A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea, Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.''

Incansable rumor de memorias

''Ayudé muchas veces a este mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anexo a la casa y corté leña para la lumbre. Muchas veces, dando vueltas y vueltas a la rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro. Muchas veces, a escondidas de los guardias de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: 'José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera'.

''Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo tiempo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: 'ƑY después?'

''En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí. Se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias de mi abuelo, ella siempre me tranquilizaba: 'No hagas caso, en sueños no hay firmeza'. Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ese que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento con apenas dos palabras.

''Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: 'El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir'. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.

''Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ese fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver."

''Muchos años después ųfascinaba Saramago al variopinto público, mortales privilegiados que seguíamos su relato en la sede de la Academia Suecaų escribiendo por primera vez sobre este mi abuelo Jerónimo y esta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusitada) tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios". Saramago, pastor, contador de historias, mecánico cerrajero, lector voraz en bibliotecas públicas, escritor, dijo entonces que su árbol genealógico está constituido en realidad por los personajes de sus libros. ''Se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser".

Justicia social, anhelo inseparable

Retrató enseguida, luego de esa explicación, e hizo aparecer frente a los ojos y el encantamiento de quienes lo escuchábamos en el invierno sueco, alelados, merced a la magia de su relato en el mismísimo estrado de la Academia Sueca a todos y cada uno de sus personajes. A Ricardo Reis, a Luis de Camoens, a Baltasar Mateus, que tiene el apodo de Siete-Soles. A Blimunda, por supuesto, Siete-Lunas, a los sonidos del clavicordio de Doménico Scarlatti en Memorial del convento, a la invención de la Historia del cerco de Lisboa. A todos los nombres.

Hoy, el entrañable escritor, humanista, cumple 77 años. La temporada ardua que inició en cuanto los académicos suecos le confirieron el Nobel termina hoy también. Ahora las entrevistas, los luengos viajes, la vida social agotadora está sobre los hombros de Günter Grass. El 8 de diciembre del año pasado, al salir del estrado donde recibió el galardón de manos de los reyes de Suecia, Saramago tomó de la mano a su mujer, Pilar del Río, sonrió como un sol y fijó su anhelo al lado de su anhelo inseparable de justicia social en el mundo: regresar a la escritura. Así lo dijo entonces a La Jornada, en Estocolmo y nos regaló la primicia del título: La caverna. Así se llamará la novela que comenzará en enero. Y en cuanto la termine, obsequiará al mundo la escritura de su biografía, de la que, es obvio, en Estocolmo otorgó también un adelanto, en breves fragmentos aquí también reproducido.

šSalud, Saramago! šFeliz cumpleaños!