La Jornada jueves 18 de noviembre de 1999

Jean Meyer
La Iglesia en manos de Martín

De Martín Lutero, claro. El gran monje agustino quien dijo un buen día: ``No puedo de otro modo; aquí estoy. Dios me ayude''. A 482 años de esta protesta que generó la Reforma protestante y la Reforma católica, mal llamada Contrarreforma, y también la reforma de la sinagoga europea y la de la Iglesia ortodoxa rusa, cristianos romanos y cristianos luteranos acaban de firmar una declaración común que pone fin a la disputa teológica: ``Confesamos conjuntamente que sólo por la gracia y en la fe en la ópera salvadora de Cristo y no en base a nuestros méritos (las obras), nosotros somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo, el cual renueva nuestros corazones, nos prepara y nos llama a realizar buenas obras'': Asimismo se anulan las excomuniones recíprocas lanzadas por el Concilio de Trento y por los sínodos luteranos. El Papa se alegró del consenso logrado ``en una verdad fundamental'' y el presidente de la Federación Luterana Mundial, el obispo Christian Krause dijo que ``por primera vez en siglos, caminamos juntos sobre un terreno común''.

Desde luego eso no es noticia para la televisión ni para los periódicos y, sin embargo, es una de las buenas noticias de este fin de año. Confirmará a los católicos integristas en su idea que ese Papa es un demonio: ¡poner la Iglesia en manos de Lutero! ¡Se la pasa pidiendo perdón! Perdón a los judíos por el antijudaismo de muchos durante siglos, por la mortífera y nada cristiana acusación de deicidio contra Israel; perdón a los descendientes de los esclavos africanos por el silencio de la Iglesia sobre la esclavitud; perdón a las mujeres por la ceguera frente al machismo dominante; perdón a los ortodoxos por la responsabilidad romana en el gran Cisma; perdón por las hogueras de la Inquisición; perdón por la condena de Galileo. Entre los integristas no falta quien dice (no invento, lo he leído) que ese Woytila (así lo llaman, nunca dicen Juan Pablo, o el Papa), ese Woytila es un judío infiltrado, y/o también un comunista (por sus denuncias del capitalismo salvaje, del bloqueo a Cuba, de los bombardeos sobre Irak; sobre Serbia). En su delirio no se equivocan ya que nunca aceptaron el Concilio de Vaticano II y que lo que hace el Papa es precisamente cumplir lo que el Concilio había anunciado pero no realizado: buscar la unidad de las confesiones cristianas, la hermandad con las grandes religiones, judaísmo, islam, budismo.

Puedo imaginar la simpatía personal del Papa hacia Martín. El joven monje alemán, quemado por una fe sincera, no encontraba en la Iglesia de su tiempo una contestación a su profunda angustia en cuanto a la vida eterna: ¿alcanzaría la salvación o estaría condenado? Al mismo tiempo, en su violento amor para la Iglesia, pedía con desesperada urgencia el fin de los abusos, de los escándalos, de las deficiencias; de haberse convocado en ese momento al concilio que se reuniría después en Trento, otra hubiera sido la historia de la Iglesia occidental.

Francisco de Asís no sufrió menos que Martín del lujo, de la simonía, de la relajación de los prelados; poco faltó para que lo expulsaran de la Iglesia como hereje. Creo que sufrió Francisco aún más cruelmente que Lutero, porque su naturaleza era muy diferente de la del agustino, fuerza de la naturaleza. Lutero era un reformador nato, hecho para la alegría, la ruda felicidad del trabajo obrero, del trabajo cotidiano, de la carga pesada levantada como una pluma por el Hércules. Se dejó llevar por la impaciencia, por la ira, eso fue su destino, su predestinación. Había sido escogido, marcado, separado para un destino extraordinario. Hoy en día, a casi cinco siglos de distancia, todos los cristianos deben inclinarse frente al misterio histórico que representa la vida de quien, aparentemente, desgarró la túnica sin costuras de la Iglesia, para preparar la futura unidad.