El 10 de noviembre, en la última sesión del Consejo Universitario presidida por el rector Barnés, un consejero propuso respaldar a éste y rechazar ``cualquier injerencia extrauniversitaria que pretenda decidir sobre la permanencia en el cargo de un rector de nuestra universidad''. Esta propuesta, como muchas otras, tenía que ser discutida, y así lo exigimos varios consejeros. Sin embargo, se puso de inmediato a votación por iniciativa del rector y quedó como un acuerdo del CU. Dos días después Barnés renunció, y según Proceso (14/11/99), ello se debió a una llamada desde Los Pinos. En la reunión de la ANUIES, celebrada en Veracruz y a la que iba a asistir Barnés, el secretario de Educación Pública, por primera vez, responsabilizó a las autoridades universitarias de las decisiones que llevaron al ``lamentable desarrollo de los acontecimientos que han sucedido en la UNAM''. Esto fue dicho el mero día (unas horas antes) en que Barnés presentó su renuncia a la Junta de Gobierno.
De lo anterior se desprende que Barnés fue víctima del gobierno federal, además de su impericia para tratar el conflicto universitario. El gran error de Barnés, según se ve ahora, fue confiar en el gobierno y en su supuesto apoyo para lanzarse, en la lógica de sus reformas ini-ciadas en 1997, a la ``actualización de las cuotas'', pensando quizá que con esta medida adecuaría a la UNAM a las directrices neoliberales defendidas a toda costa por el actual gobierno de la República. En otras palabras, el gran error de Barnés fue voltear exclusivamente hacia arriba en lugar de hacerlo hacia abajo, y creer que quienes defienden sus puestos y privilegios en la UNAM (la mayoría de los directores, con honrosas excepciones) son la universidad y no sus miles de estudiantes, profesores e investigadores y trabajadores administrativos.
El gobiernismo del rector fue su fin, y cuando se dio cuenta de su error ya era tarde. El rechazo de ``cualquier injerencia extrauniversitaria que pretenda decidir sobre la permanencia en el cargo de un rector de nuestra Universidad'' llegó tarde. Su sucesión estaba ya decidida.
Nadie que conozca bien la Universidad Nacional supone que en realidad existe autonomía en sus órganos de gobierno, en especial en rectoría. Formalmente la UNAM es autónoma, y lo es más que las universidades públicas estatales, que también se llaman autónomas, pero no debemos engañarnos. Sabido es, aunque sólo se pueda probar mediante el uso de la lógica, que tanto el gobierno federal en turno como los intereses de los grupos privilegiados de universitarios y a veces también de estudiantes líderes, se inmiscuyen en la universidad violando en los hechos la autonomía de la UNAM. Estas influencias externas son ciertamente inevitables, pues la universidad no está constituida por querubines. Pero también se ha podido comprobar que la UNAM ha podido ser dirigida por rectores impermeables a esas injerencias externas y sensibles a las demandas de los universitarios y a los fines propios de la universidad. Pero eso era antes.
Ahora y desde la renuncia de Pablo González Casanova (7/12/72), las propuestas ``viables'' para ocupar la rectoría de la UNAM han sido asociadas a personas identificadas con el poder, con el gobierno fede-ral. Nadie, salvo algún despistado, propone para la rectoría a universitarios contrarios al gobierno, pues de antemano se sabe que nunca llegaría a ese puesto tan importante. ¿Por qué? Porque se acepta, aunque sea inconscientemente, que la rectoría, el poder en la UNAM, no es autónomo como debiera ser. Incluso los universitarios progresistas buscan entre los posibles candidatos a alguien que sea bien visto por el gobierno pero que sea democrático, respetuoso de la pluralidad universitaria y de las libertades de cátedra e investigación. Del mal, el menor, y por supuesto, se busca que un nuevo rector no sea del mismo grupo de los que hicieron de la universidad su propio reparto de privilegios.
En este momento, en este periodo en que la Junta de Gobierno de la UNAM está en proceso de auscultación, se espera que por lo menos se escoja como rector a alguien que, además de querer (y poder) negociar con el CGH, no siga favoreciendo a quienes en los últimos once años se han apoderado de la universidad, en perjuicio de las libertades tradicionales en nuestra casa de estudios, tanto en la cátedra como en la investigación, y que además garantice la transición democrática urgente y necesaria para recuperar la autonomía de la Universidad Nacional.