Vicente Fox volvió a repicar las campanas del revanchismo religioso, al proponer un laicismo light, despojado de cualquier contenido identificable con sus orígenes históricos. Ya es hora de ``superar jacobinismos'' del pasado, exclamó ante miles de sus partidarios en la Plaza México, que un momento antes lo escucharon decir: ``Promoveremos por igual la educación pública y privada; que en la educación pública algunas escuelas elijan un sistema religioso de alguna Iglesia; en ese sentido no hay inconveniente de nuestra parte''. Demás está decir que Fox no inventa nada en este punto. Como ha dicho acertadamente Bernardo Barranco, especialista en estos temas, las ideas del candidato panista son exactamente las mismas que sostiene desde hace años el episcopado en aras de una rectificación total de la ley y, en cierto modo, de la historia y sus lecciones.
No obstante el tono desenfadado y ``moderno'' de sus desplantes discursivos, Fox parece empeñado en una obra trascendente: fundir otra vez la mezcla de religión y política que, justamente, el laicismo trata de evitar respetando rigurosamente la separación entre Iglesia y Estado. Pero Fox está en otra sintonía: sin advertencia previa las ocu-rrencias más superficiales adquieren el tono sombrío de una oración fundamentalista, muy en concordancia con las aspiraciones de la jerarquía católica que no cesa en la tarea de llevar hasta sus últimas consecuencias la reforma que reconoció a las iglesias personalidad jurídica. El centro es, como siempre, la educación, aunque algunos obispos se sienten de nuevo como el verdadero poder tras el trono.
Fox quiere promover ``por igual'' la educación pública y la privada, lo cual es un absurdo que resulta mucho peor viniendo de un candidato que presume de sus capacidades ejecutivas e innovadores. ¿Cómo podría el Estado promover ``por igual'' la educación gratuita y las empresas educativas que tienen afanes lucrativos? Sin embargo, no se trata de que Fox intente subsidiar igualitariamente a unas y otras, sino de algo mucho más concreto pero menos costoso, que es enseñar religión en las escuelas públicas a fin de restaurar la libertad perdida.
Y a eso se remite el laicismo foxista: ``Si al Estado le toca la tarea del desarrollo de la calidad de vida, a las iglesias les toca el desarrollo de la ca-lidad de vida, a las iglesias les toca el desarrollo espiritual, que mucha falta también hace (sic) a una sociedad''. La división del trabajo no es, a pesar de esta grandilocuencia, tan exacta como podría suponerse, pues en materia de libros de texto Fox plantea que ``sus contenidos tienen que ser consensados por toda la sociedad'', o en otras palabras, que las iglesias supervisen que tales textos no contradigan su particular visión del mundo. Así, por la puerta de una concesión -el laicismo- y una apertura -la libertad religiosa- los antiguos adversarios del laicismo y la libertad de creencias vuelven por su fueros bajo el ropaje de una reivindicación democrática.
Las afirmaciones de Fox comprueban que es una ilusión, como tantas otras, pretender que las ideas y las ideologías ya no importan en la lucha por el poder. A pesar del cretinismo electoralista de los últimos tiempos, la iglesia juega sus cartas políticas e ideológicas. Don Onésimo dicta lecciones al IFE sobre el registro de los partidos que no deben existir, porque no pueden ganar la presidencia y Fox actúa como el mensajero de la jerarquía en esos del favorecer el ``desarrollo espiritual''. Buena manera de entender el laicismo. A lo mejor si hace falta una reforma en la materia. O que se respete la ley, por lo menos.