En muchos momentos a lo largo del conflicto universitario pudimos darnos cuenta de que las autoridades, el establishment y los sectores mejor integrados de la UNAM mostraron miedo. Ahora bien, ese miedo no fue infundido tanto por el radicalismo estudiantil, al que incluso han provocado en muchas ocasiones, sino por la posibilidad de que en el sector académico pudieran desarrollarse corrientes no institucionales proponiendo cambios a las formas de conducir el conflicto, a los reglamentos aprobados, a las estructuras de gobierno, a la posibilidad de un congreso, etc.
El rector Barnés prefirió encerrarse en sus casonas extramuros, interactuar a lo mucho con el Colegio de Directores, antes que recibir a los académicos, y menos aún si se presentaban como colegios académicos. Giró indicaciones a todas las autoridades para desanimar cualquier intento de organización en ese sentido, financió la creación de organizaciones paralelas bajo control institucional ahí en donde le fue posible (claustros, asambleas extramuros...), alentó las agrupaciones de profesores eméritos para desanimar a otras organizaciones académicas pero, cuando esos cuerpos cobraron autonomía y reconocimiento de la comunidad, desgastó sus propuestas, actuó para debilitarlas, llamó a ex rectores y premios universitarios y nacionales para inhibir cualquier condensación identitaria. No cabe duda de que en todos estos meses se ha evidenciado ese profundo miedo, pero lo que ya vino a causar pena y bochorno fue la decisión de la Junta de Gobierno de tomar sólo tres días para auscultar en torno al nuevo rector, en una comunidad de 350 mil integrantes; sólo tres días en medio de una de las más profundas crisis por la que ha atravesado la universidad en nuestro siglo: creyó encontrarse así un buen pretexto para decir que sólo habría tiempo para atender a los cuerpos formales (consejos técnicos, internos, personalidades y algunos colegios), pero que el resto de la comunidad podría expresarse a través de cartas y del internet. Se ha argumentado que de otra manera podría haber un vacío de poder, como si el último medio año no lo hubiera habido.
Esta estupidez no hace sino dar la razón a los estu-diantes del CGH cuando argumentan que hay que reformar profundamente la estructura medieval de la UNAM, en donde 50 caballeros (los directores que ya no surgen de la guerra en las aulas ni del trabajo de campo, sino directamente de las buenas familias pasando por las academias extranjeras), nombran a 15 notables (que poco a poco se han convertido en 15 cortesanos de jurada fidelidad a la Corona), que a su vez van decidiendo el relevo de los 50 caballeros que los nombraron a ellos (visto así, en el terreno del cinismo, tres días son más que suficientes, sobre todo si la Corona manda señales claras sobre quién debe ser el nuevo Duque del Pedregal y sobre los futuros dominios a repartir entre los obe-dientes notables). Ello explica entonces que el miedo de que estamos hablando responde a la profunda desigualdad entre la élite científico-técnica, que controla las to-rres, los puentes, la pólvora, el armamento, los teodolitos, la contabilidad de las arcas, etc... y el resto de los súbditos de esta comunidad; los ``pobresores'', las amplias carnadas de jóvenes con una preparación defectuosa que exigen estar dentro de las murallas de lo que cobra cada vez más el aspecto de fortaleza artillada. Sin embargo, la principal preocupación de esta aristocracia no son esos jóvenes desarrapados que se han apropiado provisionalmente de algunos puentes de acceso y de algunos pisos bajos del condado del Pedregal y de sus casonas, sino una parte de la oficialidad y algunos caballeros que hace ya tres lustros han venido interactuando con los excluidos. Se vale salir de la muralla, pero para ir a trabajar como ministro a la fortaleza del reino (siendo así, los duques de Narreau, De la Fontaine o la Valade, no empañan en lo más mínimo el brillo académico de sus armaduras). Pero no se vale salir de la muralla, ni siquiera con las ideas, para mezclarse con la chusma: esos son renegados de los encajes de la academia, populistas, perredistas hijos del sol... que se resisten a quedar separados de los problemas lacerantes del reino. Los marqueses de Druck, de Austin, de Villa del oro, de Peimbert, están siendo tratados por la nobleza como potenciales traidores, aunque también reciben andanadas de insultos cuando se aventuran entre los excluidos, bajo la mirada complaciente de otros nobles, como el de Garroix, que de plano acampan entre las huestes.
Nos urge un príncipe que unifique a la oficialidad, no que la enfrente entre sí miserablemente, como lo hizo el ex caballero de Barnés, alguien que le regrese la cohesión a la academia para que nuestros puentes estén siempre bajados, que reforme las leyes del reclutamiento de los de afuera y de los de adentro para formar gobiernos con valor y dejar atrás a esta bola de empavorecidos cortesanos que creen, como María Antonieta o el Marqués de Zapata, que los problemas del reino se resuelven repartiendo computadoras al pueblo.