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México, D.F. viernes 18 de noviembre de 1999
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NO LEGALIZAR LA BARBARIE

SOL El secuestro y asesinato del bebé Braulio Suárez Peredo, de ocho meses de edad, es un agravio y una ofensa para sus familiares, para sus vecinos, para la comunidad que habita el Valle de México y para la nación. Este episodio doloroso y desesperante nos obliga a recordar que la sordidez humana y la imbecilidad destructiva pueden ir más allá de los peores escenarios de atrocidad imaginables y que existen, en el país y en el mundo, individuos carentes de los más esenciales valores cívicos, éticos y hasta afectivos. Y no se trata de personas afectadas en sus facultades mentales, sino de hombres en pleno uso de razón, con sentido de realidad, conscientes de sus actos y de sus consecuencias.

Los asesinos de Braulio no sólo le negaron brutalmente a su víctima el derecho a la vida y al futuro. Adicionalmente, su crimen introduce en la colectividad la ira, la zozobra, la desconfianza, la desesperanza.

Uno de los efectos más perversos e indeseables de este suceso es que otorga a los partidarios de la pena de muerte la ocasión para capitalizar la ira y el aborrecimiento -por demás justificados- de la sociedad para alzar la demanda de la instauración de la pena capital en el país.

Las voces correspondientes no se han hecho esperar, alimentadas por la atrocidad de los asesinos y alentadas por las actitudes más deplorables de algunos medios informativos.

Sin la pretensión de minimizar el martirio de la víctima, el dolor de los familiares ni la justa indignación de la sociedad, la pena de muerte no debe ser aceptada porque es una práctica cruel e inhumana, un castigo intrínsecamente inmoral que degrada al Estado y a la sociedad, los coloca en el mismo nivel que los criminales, institucionaliza la barbarie, violenta los derechos humanos y fomenta el odio y el deseo de venganza.

Adicionalmente, el dar muerte a los sentenciados por delitos graves es una sanción ineficaz para reducir o erradicar la criminalidad y crea las condiciones para la comisión de errores judiciales irreparables: en Estados Unidos se ha ejecutado, en este siglo, a más de veinte reos cuya inocencia se demostró en forma inequívoca después de su muerte. Matar a los asesinos no devuelve a sus víctimas a la existencia, pero sí erosiona gravemente el respeto a la vida que debe primar en la sociedad y da pie a distorsiones monstruosas de la justicia; en el país vecino del norte, por ejemplo, un homicida de raza negra o de origen mexicano tiene muchas más posbilidades de ser condenado a la inyección letal que un blanco culpable de un delito similar.

El asesinato de Braulio Suárez Peredo nos coloca, ciertamente, ante la necesidad de penalizar en forma más severa delitos como el secuestro, el robo de menores y el homicidio; asimismo, nos pone ante la evidencia que la sociedad -la familia, el sistema educativo, los medios, las Iglesias, la publicidad, los partidos-- tiene severas fallas en la inculcación de valores entre sus individuos, y que es preciso actuar para corregirlas.

Fortalecer la ética personal y colectiva, la seguridad pública y el aparato de procuración e impartición de justicia, son tareas imperativas si se busca derrotar la criminalidad y la violencia y reducir las probabilidades de que se repitan hechos atroces como el referido. Pero admitir en nuestras leyes la pena de muerte --la legalización de la venganza, el asesinato social como parte de las normas de convivencia-- sería un gravísimo retroceso en nuestro proceso civilizatorio.


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