La riña entre lo seco y lo húmedo se encontraba en su apogeo. Signo de los tiempos, como suele decirse. Y no era cosa de los humanos, ni de las sociedades imperfectas que habían construido sino, si, del tiempo. Parecerá determinismo, fatalismo decirlo así, pero así fue.
Chorreando, empapada al tuétano, la gente de la ciudad proyectaba las sombras enigmáticas de su alma encharcada. Como dijera Joao Cabral de Melo Neto, se acogía a una música tan reseca que iba hasta el timbre de puñal, navaja. Música de pedernal ácido y eléctrico, agregaría Cabral.
La oposición brotaba en todo. Quien tenía la garganta seca, traería los ojos húmedos, las mejillas incluso. Quien no conseguía pensar, orinaba y orinaba. La necesidad de sudor hacía girar a los individuos sedentarios, y el viento y la intemperie los secaban con frialdad desconcertante. Más de uno devino témpano.
Pronto se vio que la oposición entre lo seco y lo húmedo conducía, asimétricamente, a un choque frío-caliente que daba en qué pensar.
Pero la unidad del mundo es más una de lo que se piensa. A cada alma encharcada del asfalto le correspondía una sedienta en tierra quebrada. Paradójica, venenosa y necesaria, la capa de ozono no respetaba fronteras y eso no la salvó de quedar amenazada en adelante.
La sofocada vista de los cañaverales era apremiante, la gente seca se mantenía en vilo, ``entre fechas, bajo una música tan líquida que bien podría ejecutarse con agua'', atada, la gente, a una esperanza de lluvia bajo cero.
En la ciudad, calles y plazas no se veían, sumergidas bajo la revancha oceánica de una laguna repentina. Los borbotones abundaban, casi siempre sucios y la gente le cantaba al tabique y al acero con tambores de motores, maquinalmente.
En oposición, la tierra de la caña boqueaba ávida, cante y cante y baila que te baila al pie de la montaña, que es una mujer excitada, si se le mira y toca de cierta manera.
En aquellos tiempos de civilización, la ciencias estaban muy avanzadas, ya aceptaban con apertura las grandes doctrinas del pasado, y los meteorólogos se atrevieron a afirmar ante los medios de comunicación que el fenómeno era el ying y el yang de la temporada, que no restaba nada por hacer, salvo comprar impermeables y cubetas. Tan tranquilos, como si eso bastara para tranquilizar a la opinión pública.
En reacción, las gentes se aplicaron en prender fogatas y poner lámparas tanto en las calles como en los cañaverales. A unos les crepitaban los leños mojados, reacios a arder; a otros se les iban como yesca la madera reseca y el bagazo. A unos la luz les venía de termoeléctrica. A otros, de milagro.
Seco estaba todo, y qué húmedo no obstante. Bajo las densas capas de humo y noche, el fuego y las lámparas hicieron visibles las superficies.
A lo mejor era un espejismo, pero todos respiraron con alivio, y respirar, en secas o en lluvias, como quiera ayuda. También ayuda, para andar, que se vea en que condiciones se encuentran las superficies.
En ese tiempo, aparentemente nuevo pero de a tiro antiguo, no había control de lo seco, ni de lo húmedo.
Todavía eran humanos, en calle y cañaveral, ciudad y campo, los espacios imaginarios y del siglo.
(Sirvan las líneas precedentes de homenaje al poeta brasileño Joao Cabral de Melo Neto, quien murió el mes de octubre después de haber desenterrado en Fazer o seco, fazer o úmido algunos aspectos generales de un futuro que hemos dejado atrás, quién sabe cómo lo entrecomillado es suyo).