La democracia es mucho más de lo que ahora tenemos. Y eso a pesar del actual entusiasmo del PRI por su proceso electoral interno que no logra extenderse al resto de la sociedad. El reciente maquillaje no esconde las profundas arrugas de un sistema político electoral gastado por su propia historia y que sigue sirviendo principalmente por razones de Estado.
Hoy que se ha puesto de moda la discusión sobre la llamada tercera vía, habría que pararse a pensar lo que significa en México uno de los asuntos planteados por Giddens, creador de esta propuesta política impulsada en especial por el gobierno de Blair en Inglaterra y por otros partidos socialdemócratas en Europa. Y me refiero en particular al concepto de la democratización de la democracia. Pero aceptemos, primero, que el autor habla de una cosa muy distinta a la que nosotros experimentamos como democracia. Aun así se puede aplicar esta noción a la insuficiente construcción que tenemos para ordenar la vida social y política.
Dice nuestro autor que el Estado debe aumentar su participación en la esfera pública mediante la creación de una mayor transparencia e imparcialidad en sus acciones, en conjunto con la aplicación de salvaguardas en contra de la corrupción. A pesar de que está pensando en el caso inglés, la situación mexicana parece irle a esta demanda como anillo al dedo. Dice Giddens que no es que la corrupción esté aumentando, sino que el entorno político está cambiando su naturaleza, y las formas en que se hacen las cosas se someten a un mayor escrutinio y se amplían los criterios acerca de lo que se considera como corrupto o incluso como inaceptable políticamente.
Dice nuestro autor que el Estado debe aumentar su participación en la esfera pública mediante la creación de una mayor transparencia e imparcialidad en sus acciones, en conjunto con la aplicación de salvaguardas en contra de la corrupción. A pesar de que está pensando en el caso inglés, la situación mexicana parece irle a esta demanda como anillo al dedo. Dice Giddens que no es que la corrupción esté aumentando, sino que el entorno político está cambiando su naturaleza, y las formas en que se hacen las cosas se someten a un mayor escrutinio y se amplían los criterios acerca de lo que se considera como corrupto o incluso como inaceptable políticamente.
Las formas de la corrupción son, como bien sabemos, muy diversas. Existe todo un entramado de leyes, reglas, prácticas abiertas y encubiertas, y una intrincada red de complicidades que promueven y, sobre todo, protegen la corrupción. El Poder Judicial y el Congreso no son capaces ni tienen los instrumentos legales para tratar estas cuestiones y mucho menos para resolverlas. La otra cara de este asunto es la falta de instrumentos políticos para exigir responsabilidades y en este terreno esta sociedad padece una enorme vulnerabilidad. Tan sólo durante este gobierno han sido muchos los casos abiertos de sospecha de actores públicos y privados que pueden involucrar casos de corrupción y la inmensa mayoría logra quedarse en los expedientes, se le da una explicación insuficiente, se olvidan o aparecen otros que hacen que los primeros tiendan a olvidarse. En todo caso nunca se acaba con una explicación o una resolución satisfactoria que compruebe la falta de responsabilidad de los involucrados. Mientras tanto la sociedad acumula sus sospechas y se debilita su confianza en el sistema político y legal.
Si esto es corrosivo socialmente en términos generales, lo es aún más cuando participan directamente de esas sospechas los miembros del gobierno. Sobre todo de un gobierno que se ha comprometido abiertamente con la transparencia de sus acciones y con la responsabilidad de sus funcionarios y, por lo tanto, estos deberían ser ejemplares. Algunos hechos al respecto son que el gobernador del Banco de México está implicado en una demanda derivada del manejo de las inversiones en el World Trade Center de la ciudad de México, además de que nunca ha quedado totalmente clara la manera en que se realizaron las transacciones que llevaron a la privatización de los bancos en el sexenio pasado, proceso del que era responsable directo. El secretario de Hacienda fue recientemente señalado en la Cámara de Diputados como responsable de falta de claridad en la asignación de su jubilación por parte de Nacional Financiera, institución pública de la que fue director sólo unos meses y que, por otra parte, es un verdadero agujero negro del sistema financiero y de la cual todavía habrá muchas sorpresas en cuanto a los recursos que tendrán que destinarse para sanearla a raíz de la crisis de 1995.
Es claro que nadie puede aludir a una responsabilidad cierta o suponer y, mucho menos, probar la culpabilidad de estas personas, pero lo cierto es que existen acusaciones expresas e incluso demandas judiciales en su contra. La cosa no puede reducirse a la palabra de los acusadores enfrentada a la de los inculpados y, sin embargo, en eso parecen acabar los casos de denuncias públicas. La realidad es que ni los mismos señalados han sido capaces de probar fehacientemente su inocencia. La indignación personal o incluso la fuerza política no son sustitutos de la claridad de las acciones públicas. El sistema de responsabilidades y los mecanismos de rendición de cuentas son esenciales para democratizar esta frágil democracia. Y ello no sólo por satisfacer el derecho de la sociedad, sino por la misma protección de quienes ejercen los cargos públicos y representan al Estado.