Cancún, Quintana Roo. Hace unos días se llevó a cabo en este extraño y artificioso balneario el Festival Internacional de Cultura del Caribe, centrado básicamente en cuatro largas noches musicales de sabor tropical. En el entendido de que el festival ya fue amplia y cumplidamente reseñado en estas páginas por mis colegas Merry MacMasters y Fabrizio León, este texto no es más que un colofón con algunas observaciones sobre lo bueno, lo malo, lo feo y lo interesante que pude observar durante esas cuatro jornadas caribeñas.
Lo bueno. El dueto cubano formado por Daniel Castillo y Armando Garzón, con sencilla pero conmovedora música en el estilo de los viejos soneros y boleristas de la isla. El dueto Cohiba, también de Cuba, que con dos voces, guitarra y maracas hizo más y mejor música que muchas bandas numerosas y ensordecedoras, rejuveneciendo cálidamente algunos clásicos de Compay Segundo y Miguel Matamoros. La big band de Chico O'Farrill, grupo grande en tamaño, en sonido, en pericia musical y en la expresión de un jazz latino altamente condimentado y lleno de energía. El grupo dominicano Perico Ripiao, con una fascinante muestra del merengue original y auténtico. El ensamble mexicano Nueva Nostalgia, con gran capacidad para asimilar lo básico de los estilos cubanos, y con un sólido instrumentista intérprete del tres. El pianista cubano Chucho Valdés Jr., dignísimo heredero de su padre (sí, el de Irakere), exponente de una sabia síntesis sonora construida sobre lo afro, el jazz y la música de concierto contemporánea. La Orquesta de Pérez Prado, que aun sin la magia personal del Carefoca y ante el relevo generacional de la banda, hizo una sabrosa y vitaminada tanda de mambos clásicos. Una steel band de Belice, formada por una veintena de jóvenes de secundaria, que atacó con soltura y energía los géneros musicales y bailables propios de su cultura, con gran aplomo escénico y sin complicaciones innecesarias. La cubana Celina González, con una efervescente e hiperactiva presentación de sones montunos, culminada con una enorme y asombrosa demostración de santería musical. La banda del inigualable contrabajista Cachao López, otra muestra de lo mejor que se puede lograr con la fusión inteligente de géneros, estilos e influencias. El grupo Zumbao, rara y atractiva mezcla musical de dos cuencas, la caribeña de Caracas y la mediterránea de Marsella. El grupo Plena Libre de Puerto Rico, que toca y canta la plena con un gusto singular, matizado por la sólida conciencia de su identidad cultural.
Lo malo. La Danzonera del Instituto Quintanarroense de Cultura que, dentro de su condición de banda amateur, mostró muchas carencias de ensamble, ritmo y afinación, sobre todo dada la competencia a la que se enfrentó. El grupo mexicano Raíz Latina, poseedor de un somnífero sonido hueco y artificial derivado del uso de tres teclados electrónicos como materia melódica. La cubana Teresita Fernández, que se dedicó poco a la música y mucho al discurso didáctico, condescendiente y paternalista, para finalizar con el inoportuno y demagógico detalle de cantar el himno nacional mexicano. El grupo Horizon, de Trinidad y Tobago, que vino desde Puerto España hasta Cancún, para mal tocar, mal cantar y mal bailar covers de Ricky Martin. El grupo mexicano Son de Merengue, que dio una lección de monotonía y aburrimiento al atacar un merengue comercial tras otro, todos ellos idénticos, todos ellos olvidables.
Lo feo: los ingenieros de sonido del festival, quienes a lo largo de cuatro noches no dieron una, y contribuyeron a estropear consistentemente la calidad de la música.
Lo interesante. La presentación del grupo de danza contemporánea Mnemosine, comandado por Tania Pérez Salas, que como era de suponerse desconcertó a un público que no esperaba un buen interludio bailado que no fuera salsa y similares. La proyección del video bano, la tercera raíz en México, en el que el realizador Eduardo Lizalde Farías hace una interesante exploración de la negritud y la africanía en nuestro país, y hacia cuyo final aborda contundentemente el hecho no asumido pero insoslayable de que somos, finalmente, una sociedad racista. La presentación del libro Son de Cuba, una entrañable iconografía de viejos soneros isleños, con fotografías de Tomás Casademunt y textos de Leonardo Acosta, que es un valioso documento visual y musicológico que alude tanto a la nostalgia como al presente del son.