Despues de un proceso democratico que involucró a millones de militantes y simpatizantes, Francisco Labastida Ochoa asume la candidatura del PRI a la Presidencia de la República.
Lo hace en momentos en que el partido vive una etapa de profundo cambio, derivado de la decisión de actualizarse entendiendo que la sociedad se ha transformado y reclama de nuevas y creativas formas para desplegar la política.
Las propias expectativas del PRI en cuanto a la afluencia de votantes fueron rebasadas, evidenciando que la sociedad está decidida a ocupar los espacios que se le entreguen o abrir aquéllos que se resistan a hacerlo.
El repunte que el PRI ha experimentado, y que lo ubica en cerca de 50 por ciento de las preferencias electorales, es consecuencia de la decisión de abrir su elección interna y de su impresionante capacidad de organización, con más de 64 mil mesas receptoras de votos y cientos de miles de personas a cargo de que la jornada fuera eficiente y jurídicamente incuestionable.
Igualmente, sucede cuando es ya evidente que prevaleció la unidad y de que, con sus inevitables momentos de tensión, la competencia interna no derivó en la ruptura que hubiera derrotado la voluntad democrática, y si en cambio mostró que la democracia, perfectible siempre, es el mejor camino para dirimir las controversias.
No es casual que asuma la candidatura el 20 de noviembre, día en que conmemoramos la Revolución mexicana y el compromiso esencial que como partido tenemos, y que nace de ese vigoroso movimiento social. El hecho de que sea la globalización la nueva condicionante no impide, sino que obliga, a recuperar el valor simbólico y programático del movimiento que sentó las bases jurídicas y políticas del país que ahora somos. Si avanzamos en la democracia, la tarea ahora es avanzar en la justicia social.
La justicia social se ha alejado y no debemos olvidar que es ella el objetivo central del pacto social que surge de la Constitución del 17 y de las instituciones que de ella se derivan, y que sin cumplirse, cualquier avance será relativo e insostenible.
La candidatura se da en un contexto en que el cambio es la constante. A nivel mundial, donde la interdependencia obliga a un diseño institucional que no tiene referentes; a nivel nacional, donde contrastan el innegable avance de algunas regiones del país con el atraso secular de otras; a nivel de cada familia, que ha tenido que hacer de la corresponsabilidad la vía para la subsistencia; a nivel de cada individuo, objeto y sujeto de un impresionante proceso de comunicación mediática que ha modificado sus percepciones y aun sus valores.
La verdadera disyuntiva no es si se acepta el cambio o no, sino si se está en capacidad para conducirlo, ya que de lo contrario carecerá de sentido y la inercia terminará por agobiarlo.
No hacer los cambios, como apuntara Labastida, ``es ser rebasado por la historia, es como suicidarse por miedo a la muerte''.
Conducir el cambio reclama encontrar solución para aquello que más nos lacera como país y nos limita como sociedad: la pobreza y la marginación, la violencia y el delito. La emoción está más que demostrada, la voluntad social ampliamente refrendada: el reto es tener la capacidad para convertir la voluntad en hechos.