José Blanco
Los idiotas
El asesinato de Braulio ųuno de los crímenes más abyectos de que tengamos memoriaų conmocionó a la sociedad. Pero frente al drama inverosímil, matamos también la reflexión. Múltiples voces, amplificadas por diversos medios de comunicación, exigen a gritos descuartizar a los nefandos criminales y restablecer la pena de muerte.
Con el clamor desconcertado por la horrenda muerte del bebé, variados medios atizan los sentimientos más primitivos y ruines de la sociedad y la incitan a la venganza; punzan con insania el hígado de todos y perturban histéricamente su entendimiento. En la inconciencia, cumplen su parte en la erosión de las bases de la convivencia social. El miedo, la desconfianza profunda, se apodera de cada uno; para todos, este México se halla asediado por el Mal inexcusable. Cada uno debe bramar su terror: acaso las imprecaciones sin ton ni son conjuren al Maligno que en cada uno puede acechar.
La oligofrenia de los dos idiotas que machacaron al bebé no proviene del averno. La engendra esta sociedad y nada más que ella. Quien vio y oyó a los criminales, vio y oyó a la idiotez. Unos cerebros que funcionan y una insensibilidad inhumana pasmosa; un discurrir claro en su expresión y una ausencia total, aséptica, de valores morales desde los cuales pensar los actos propios; un cálculo anticipado para cometer el secuestro criminal y un desafecto de témpano hacia la violencia cometida contra la más frágil de las criaturas.
Para esos autómatas idiotas, el secuestro de un bebé es un acto sencillo para obtener unos cuantos pesos de quien los tiene o los puede conseguir. "Tú me das el dinero, yo te devuelvo al niño": sólo son reglas del juego de la jungla en que vivimos; no es nada. La torpeza y la insensibilidad de piedra, sin embargo, aniquilan al bebé, y todo lo que aflora en los idiotas es un vago sentimiento de pesadumbre por la equivocación cometida en el objetivo buscado con el secuestro.
Que un cachorro de mujer y hombre llegue a ser un humano en la extensión completa de esta maravillosa palabra, requiere un arduo trabajo de los humanos sobre quien al nacer es sólo proyecto. En cada uno de sus cachorros, los humanos han de invertir inmensidades, en la educación y en el habla; en enseñar la apreciación de lo bello y de lo bueno; en revelar la bondad de la percepción estética y del cultivo de la razón; en hacer florecer la piedad y la solidaridad, el amor y la dignidad.
Sin esas cualidades, no puede haber producto humano. Puede haber, en cambio, en el extremo, oligofrénicos brutalmente envilecidos, con andrajos en la mente: productos de la modernidad individualista, degradada y distorsionada por la pobreza del subdesarrollo. Una pobreza cuya profundidad no es atraso sino desigualdad social. Una pobreza que abarca no sólo a quienes viven en la miseria material, sino a quienes subsisten en la animalidad y en la indigencia moral, en el idiotismo.
Dos idiotas asesinan a un niño, y la sociedad se siente enardecida y temerosa; los ve, con razón, como una amenaza para sus hijos; pero no puede ver que los idiotas son también hijos de esta sociedad. Todo les negó para hacerlos humanos, y después se asombra y horroriza de su inhumanidad.
Hemos concentrado los bienes privados y los bienes públicos, los bienes materiales y los espirituales, en unos pocos, y hemos excluido a muchos. Les negamos a éstos educación e instrucción, calor humano y esperanza; nadie les enseñó principios, no conocieron piedad ni solidaridad. Fueron tratados como basura despreciable. Así, sin remedio, se comportan frente a la sociedad privilegiada. A mayor concentración de aquellos bienes, mayor pauperismo, material y moral, Ƒqué nos sorprende?
Si frente a los productos de la sociedad continuamos negándonos al autoentendimiento, seguiremos repitiendo en la inconciencia las mismas pautas de actuación y obtendremos sin escape los mismos productos amenazantes, nuestros propios ogros.
Sí, afinemos los instrumentos jurídicos inhibitorios de conductas socialmente inaceptables, pero no matemos a los hijos monstruos que procreamos y desde niños despreciamos. No invoquemos la pena de muerte, volvámonos a ver la monstruosidad de la desigualdad social, que hemos engendrado con insensibilidad análoga a la de los idiotas asesinos.