LA MUESTRA

Vidas robadas

Con un guión propio y de Nancy Huston, basado en la novela Voleur de vie, de Steinunn Sigurdardottir, el realizador francés Yves Angelo (El coronel Chabert) elabora en Vidas robadas un vigoroso relato intimista interpretado por Emmanuelle Béart (La bella latosa, Rivette) y Sandrine Bonnaire (La ceremonia, Chabrol).

A la calidad de estas actuaciones se añade el cuidado de la ambientación y de la banda sonora de Angélique Ionatos. Música de Poulenc como fondo para una atmósfera casi irreal.

Un pueblo de la costa bretona, una casa adyacente a un cementerio, la historia de dos hermanas de carácter totalmente opuesto, y de la hija de una de ellas, Sigga (Vahina Giocante), una adolescente a punto de descubrir la plenitud sexual.

Esta película, a la que se ha querido atribuir influencias bergmanianas, guarda similitudes más sugerentes con el teatro del ruso Anton Chéjov (Las tres hermanas), con sus personajes insatisfechos, empeñados en reprimir sus emociones, como Olga (Bonnaire), o en buscar una elevación o un escape de la grisura de su vida cotidiana, como Alda (Béart), maestra de literatura obsesionada en tener intrascendentes encuentros sexuales con hombres casados.

Organismo en rebeldía

Uno de los aspectos más interesantes de Vidas robadas es precisamente la exploración del deseo sexual femenino. Olga, a quien se le diagnostica una enfermedad terminal, habla de su propio cuerpo como de un organismo en rebeldía, al que durante años ha intentado castigar y reprimir hasta ''consumirlo de tristeza", y que finalmente se despierta, enfermo, pero extrañamente vigoroso.

Angelo opone este proceso a las vivencias de Alda, la oportunista sexual que maneja a su antojo los deseos ajenos. Y al lento aprendizaje de la joven Sigga.

Frente al minucioso estudio de estos tres personajes femeninos (reténgase la expresión de la adolescente después de su primera relación sexual), y a la insólita rutina de un hogar, en la provincia francesa, donde con el mayor desenfado desfilan día tras día los amantes de Alda, los personajes masculinos casi palidecen, se vuelven meros emblemas de la devoción amorosa (André Dussolier) o de la culpa adúltera (Eric Ruf).

Este clima de violencia contenida tiene una correspondencia perfecta en la descripción del paisaje bretón, con sus acantilados casi fantasmales y el oleaje inclemente.

Hay vasos comunicantes: la sexualidad, la enfermedad y la muerte, y una reflexión de Olga (''El dolor de mi vida ha sido más fuerte de lo que puede ser el de mi muerte") como un eco de las palabras de Samuel Beckett que Alda puede hacer suyas en un arrebato de cinismo:

''Cuando sentimos que la mierda nos llega hasta el cuello, lo único que nos queda es ponernos a cantar."

Ť Carlos Bonfil Ť