La decisión de Manuel Camacho de lanzarse como candidato de su propio partido a la Presidencia de la República modifica, una vez más, el cambiante escenario electoral mexicano. La alianza de centro izquierda que sostenía la creación del llamado ``polo democrático'' se ha desvanecido, como antes ocurrió con la promesa de unir en coalición a todas las fuerzas opositoras.
Los esfuerzos para reducir únicamente a dos -el PRI y los demás- las opciones electorales se esfumaron, mostrando así la fragilidad del cálculo de los estrategas, pero también la persistencia del pluralismo que subyace bajo el esquema del tripartidismo en boga.
Estamos, pues, ante la posibilidad cierta de que se presenten siete contendientes a los comicios, si tomamos en cuenta que ya están apuntados Fox, Cárdenas, Labastida, González Torres, Muñoz Ledo y quien resulte electo en el Consejo Político Federal de Democracia Social, que se celebra a partir de hoy. Verdad es que todavía pueden ocurrir cambios, pero de cualquier forma el número de candidatos será uno de los más altos de la historia moderna. Frente a esta situación ya se empieza decir, con evidente mala fe y descuido, que tal diversidad amenaza con ``pulverizar'' el voto en beneficio del priísmo. Se olvida deliberadamente que la situación política mexicana ya no admite la simplificación que reduce la democracia a la dialéctica entre el PRI y la oposición, sin distinguir intereses, proyectos y, en fin, ideas e ideologías, además de las llamadas ``personalidades''. Esta polarización que se ha llevado a todos los terrenos de la disputa social ya no permite asimilar los trazos fuertes de una realidad compleja y poco esquematizable, plural y, por lo mismo, resistente a someterse a la lógica de los grandes partidos dominados por la vieja clase política.
La democracia mexicana requiere, ciertamente, que los partidos nacionales sean expresiones de verdaderas corrientes políticas, diferenciadas por la calidad de sus planteamientos, y no cotos de poder, monopolios electorales asegurados por la ley y administrados por enormes camarillas personales o burocráticas. Pero los partidos no son ``buenos'' o ``malos'' por su tamaño, como quiere cierto obispo, sino por la naturaleza de sus pretensiones y la moralidad de sus líderes, por la representatividad política, la fuerza de sus convicciones y, en definitiva, los intereses que defienden ante el Estado y, desde luego, ante la ciudadanía que en última instancia es la que da o quita presencias y registros.
Resulta absolutamente incomprensible negar, en nombre del juego democrático, el derecho que tienen las posiciones disidentes a participar en la contienda democrática sólo porque no pueden todavía proponerse ganar el poder. Así no se construye una vida política sana por tolerante. Pero esas actitudes existen como una redición de la postura tutelar y paternalista que viene del pasado, proyectándose como una sombra sobre el pluralismo que es, no se olvide, raíz y razón de ser de la democracia.
Mientras los partidos minoritarios buscaban la gran alianza, pocos se fijaron en los defectos de algunas directivas que hoy les parecen impresentables. Ahora las cosas van más lejos: se repiten las descalificaciones ad hominen o infamantes sospechas que, esas sí, inevitablemente terminan favoreciendo al poder. Se dice, por ejemplo, que el registro de nuevos partidos y sus campañas cuestan demasiado al país, pero los críticos se olvidan de mencionar que el PRI, el PAN y el PRD son los beneficiarios mayores del actual sistema, pues juntos recibirán pocos menos de 98 por ciento de los recursos públicos, o lo que es igual, una cifra astronómicas que irá al fondo perdido de las costosas campañas mediáticas que hoy son la pauta del éxito.
Tampoco dicen las almas temerosas de la pulverización que las muestras de apatía y desencanto que se reconocen en la ciudadanía se originan en la incapacidad de los grandes partidos para atraer, y luego convencer, a una importante porción del electorado que no vota por ellos, porque ninguno de los superpartidos le satisface o, sencillamente, porque está cansada del juego bipolar entre el gobierno y las oposiciones y ha comenzado a decir: ¡viva la diferencia!