Sintiéndome más extranjero que nunca, encontré a la Lorelei. Donde corresponde, en una cabeza de playa del río Rhin. Y bueno, Heine pudo verla, como todos, sobre una roca y quizá desnuda, encantando incautos. Pero aquí soplaban salvajes vientos helados, agujas que imitaran las obsesas iglesias puntiagudas de la región ribereña, así que era una discreta mujer profusamente vestida al modo invernal.
No menos hermosa, que ya es decir, debió ser la de Heine. La Lore atendía ahora en un bar, desierto a media tarde. A través de los cristales podía verse la antigua ciudad de Düsseldorf, perdonando el pleonasmo, al otro lado del río. Bebía ella un refresco gaseoso y oscuro en la mesa alta al extremo del ventanal, y se la pasaba hablando por el celular. Vestía de negro y abrigado verde oscuro, y como buena estatua, miraba sólo al frente. Se comprende.
No cantaba tra-la-lá ni nada. En atención al cliente le subió a una tediosa música industrial-disco de muy mal gusto, pero bueno, las musas también se equivocan.
Como parte de la escasa decoración, del techo del Bar Oz colgaban varios ventiladores tropicales y antiguos que giraban lentamente, lo mismo que una gran esfera de espejitos, con el efecto conocido de las manchas luminosas acariciando las paredes.
En la silla más oculta, cerca de la barra, un maniquí masculino bebía café eternamente. Una servilleta roja le cubría la cabeza, con la misma falta de personalidad de cualquier otro maniquí de aparador en las decenas de almacenes y sastrerías que hay en la Innenstadt. Sé que suena raro, exageración, pero también formaba parte de la decoración. Una cosa es una estatua, y muy otra un maniquí.
A su lado, una maceta dejaba crecer una especie de sávila, proveniente de Toowoomba, a 16 mil 421 kilómetros del pilar que llevaba escrito el dato con plumón. Al pie de otro pilar, en otra maceta se afanaban unas flores de las islas Cairns, 17 mil 733 kilómetros.
Como en La ciudad blanca de Tannes, pero al revés, un reloj estaba en una columna junto a la barra, y aunque daba la hora local, llevaba escrito, con el mismo plumón Playa del Carmen, México. No ponía kilómetros.
Dicen los Talking Heads que el cielo es un bar. También que es un lugar donde nunca pasa nada. No era lo que se dice un ambiente propicio para alguna cosa en especial, pero ya se sabe que Lorelei encanta a los que llegan por agua, no a los que venimos por tierra. En el Oz no pasaba nada.
Una mujer de apretado abrigo cruzó por el muelle seguida de dos espléndidos perros afghanos. En el primer mundo tienen mejor suerte los perros que los humanos afghanos. A condición de que estén domesticados, son inapelables. He visto limosneros blancos en el metro con un perro encadenado, para inspirar verdadera lástima. Por la agitación de sus cabelleras marfileñas, era evidente que pegaba un recio ventarrón, y por el rostro rojo de la dama, que traía el aliento helado del invierno.
Lorelei encendió un cigarro con filtro, tipo americano. Descubrí que el que vistiéramos los mismos colores no tenía la menor importancia. Es la moda, inapelable como los perros.
Vacías una por una, de las mesas del Oz se erguían velas rojas encendidas, iluminando con espadas amarillas para nadie. Las botellas en la barra brillaban con los diversos colores del vidrio. Cerca del techo caminaban una hilera de canguros con cabezas de Mickey Mouse.
Por los alrededores todo se llama Heinrich Heine: la plaza, el puente, la avenida, el dique, el centro comercial, la biblioteca. Pero si no fuera por la improbable Lorelei del bar, nada lo recordaría en verdad. Lo demás son tiendas, bancos, restoranes, millares de yuppies idénticos y un extenso bazar de Navidad.
Sólo el muelle está desierto. Surcan a veces los transbordadores y la policía en botes que meten miedo y ostentan radar. Lorelei caminó, abrió la puerta y se aproximó al increspado río expresando un gesto de rutina, miró la distancia con desdén y encogiéndose, regreso de inmediato al refugio del Bar Oz. Se aproximó a mi mesa, ¿otra copa?, señaló mis Lucki Strike, tomó un cigarro, indicó que no quería fuego, y se retiró a su mesa, todo esto sin dejar de hablar por el teléfono.
Desde allá alzó la voz y dijo en inglés, con la misma sonrisa impersonal que emplea con los demás turistas:
-Si va a cruzar el río, hágalo ya. Pero yo que usted, mejor tomaba el tren.
En los puentes hormigueaban contra el horizonte tráilers y carros. Al fondo se aburrían las chimeneas del complejo industrial.
Pedí la cuenta, y mientras pagaba le pregunté si conocía Playa del Carmen y respondió que no, que la vieron en la televisión ella y su esposo, les gustó, y escribieron el nombre en la pared. Para que me fuera a equivocar, escribió en una pequeña tarjeta de las que reserva las mesas: Subway station: Heinrich Heine Allee. Una flecha, y direction Oberkassel.
Tan siquiera en las bocinas sonaban la voz y los tam-tam de Prince, que ya es un poco llegar a casa.
Lorelei, de nuevo en su puesto, apartó el celular y se puso a leer detenidamente en una revista ilustrada, sin mirarme salir, una historia donde no pasa nada y empezaba diciendo: ``Sintiéndome más extranjero que nunca, encontré a la Lorelei''.