Margo Glantz
Viena, profana aunque sublime

Viena es maciza, una capital imperial remozada, con grandes avenidas, plazas e iglesias. El Belvedere con sus versallescos jardines y fuentes, situados en plena ciudad parece desmentirla: desde las galerías del pabellón de arte austriaco, se ven distribuidas torres y cúpulas, un sol extemporáneo ilumina el cielo y uno parece estar en el campo, más bien en el palacio del príncipe Eugenio, construido para alejarse del mundo y de los gobernados y contemplar las obras de arte coleccionadas pacientemente a finales del XVIII, mismas que fueron dispersadas por los herederos y de nuevo coleccionadas y albergadas ahora por los gobiernos no imperiales con gran nostalgia del Imperio.

Vi hace poco una película, El jardín de Celibidache, un director musical que en mi adolescencia venía a México y dirigía la orquesta del Palacio de Bellas Artes; yo lo admiraba los domingos, en mi ciudad espléndida y transparente, con su smoking impecable y su batuta moviéndose con maestría, aunque el Maestro tuviese un pequeñísimo defecto, que compartía con el sazlburgués Herbert von Karajan, haber manifestado -¿colaborado?- una gran admiración por los nazis. En la película mencionada, Celibidache, a pesar de sus veleidades fascistas (afortunadamente soslayadas) predica una teoría que después de su muerte no tomaron en cuenta sus herederos: la música no es para grabarse, la música debe escucharse en los palacios, en las casas, las iglesias y catedrales, o en las salas de concierto; la música como la practicaron Mozart, Beethoven y Schubert en Viena.

Los discos, por más fieles y tecnificados que sean, son una aberración. Y en Viena tuve ocasión de comprobarlo. Asistí a varios conciertos y el 22 de octubre escuché en la iglesia de los agustinos, situada en el Graben, en Viena, el Requiem de Mozart. Lo había escuchado algunas veces en vivo y en casa tengo varias versiones, una me gusta en especial, dirigida por Nikolas Harnoncourt (nacido en Graz), acompañada por los Niños Cantores de Viena. ¿Cómo pude justamente ese día comprobar la verdad de la teoría de Celibidache? ¿Sería por el grosor de las paredes, lo alto de las bóvedas, la calidad de la interpretación, la perfección de las voces, el frío, los hermosos altares, el fervor de la gente, o la magnífica elocuencia de las cuerdas y los cobres?

No lo sé, pero esa noche luché de verdad con el ángel, aunque suene cursi; cada vez que el coro se unía a la orquesta y la acústica de la iglesia magnificaba los sonidos, la música entraba en el cuerpo convulsionado por el gozo y el sufrimiento como en las novelas del marqués de Sade, o usando libremente las palabras de Georges Bataille, en El erotismo, podría decirse que se trata de algo que nos aparta de cualquier interés mediocre en la vida, liberada de repente de su banalidad para transformarse en un gozo desbordado e infinito. El sentido de estas experiencias, si se las compara con las de la sensualidad, se da sólo en la reducción de esos movimientos del dominio interior de la conciencia sin que intervenga el juego real y voluntario de los cuerpos. Y podría decirse también que un movimiento místico del pensamiento -o un movimiento surgido de una sensación de absoluta plenitud convocada por los sonidos armónicamente combinados, como la producida al escuchar esta música religiosa en un contexto particular- haga estallar el mismo reflejo físico que una imagen o una acción erótica tienden a desatar.

Pero no es posible quedarse sólo con lo sublime. Viena produce sentimientos controvertidos, se los produce también a muchos austriacos de provincia. Les pasa eso a Claudia y a Wolfram, mis dos nuevos y jóvenes amigos, interesados ambos, como Christoph, el dueño del departamento donde me alojo, en otros mundos menos ``civilizados'', los de la Edad Media o los de los países del Cuarto Mundo. Cuando subimos a cualquier transporte, advierto sorprendida que no hay barreras ni controles, tenemos, explican, un control interior, un control que antes reprimía a los ingleses cuando aún creían en el Imperio; control desaparecido, contrasta con la puntualidad de la época de Sherlock Holmes, cuando la exactitud de los tres le permitía resolver a la perfección cualquier homicidio; esos trenes neoliberalizados hoy producen ganancias fantásticas para sus dueños y catástrofes a sus usuarios.

En Austria la falta de control se da sólo en sus limpias calles, profusamente cargadas de excrementos de perros, los seres más mimados de esa sociedad tan ávida de música y de café. La libre producción de desechos animales, prohibida por la ley, no tiene previsto ningún castigo para los transgresores. En cambio, existen procesos muy decantados para separar los desechos domésticos, a fin de que puedan reciclarse: el vidrio y el papel se clasifican en muy diversos receptáculos, los biológicos y los industrializados; también los plásticos y los metales deben lavarse perfectamente antes de depositarse en los basureros que les corresponden. Para lograr que esta clasificación se respete estrictamente, cada usuario debe anotar su nombre y dirección exacta en sus propios basureros.

¿Por qué hay un museo dedicado a Sigmund Freud, pero no existe ninguna cátedra en la universidad en la que se enseñe el psicoanálisis? Quizá debamos volver a los excrementos: recordemos que el húngaro Sandor Ferenczi, discípulo de Freud, todavía en tiempos del imperio austro-húngaro, descubrió la correspondencia que en el inconsciente tiene la caca con el oro.