La censura, en su doble vertiente política y de moralina sexual, es una de las más oprobiosas negaciones de la libertad personal. La letra impresa (libros, diarios y revistas) se ha ido librando de ella, pero en teatro y cine la amenaza es constante. Es bien sabido que en los ambientes dictatoriales de algunos países del sur de nuestro continente, el teatro tuvo un auge inusitado, porque los teatristas supieron envolver en metáforas -siguiendo a Brecht y sus Cinco dificultades para decir la verdad- lo que deseaban decir, además de que el público teatral es minoritario en todos nuestros países respecto de otros medios masivos. Cuando desaparecieron las dictaduras -y lo mismo ocurrió en la España posfranquista con el llamado ``destape''- y cine, televisión y hasta revistas dijeron lo que antes no se podía, tanto política como eróticamente (una característica de los gobiernos dictatoriales es también la moralina, porque el ``orden'' familiar es parte de ese orden vertical en que se basan), el teatro perdió su auge. Quizá por ello Peter Brook, en La puerta abierta, sostiene que en las sociedades represivas se hace tan buen teatro.
La batalla parecía ganada, salvo esporádicos intentos de los gobiernos panistas por impedir que a los escenarios suban obras que contengan desnudos, lo que en su mojigatería consideran que los menores de edad, es decir toda la población bajo su férula, no deben ver. En lo político, la puerta ha estado más o menos abierta en los últimos años. También en cine, tras la dura batalla que Rojo amanecer, mutilada, empero, en su parte final, sostuvo. Y ahora nos desayunamos con la noticia de que un filme reciente, La ley de Herodes, dirigida por un valiente Luis Estrada que no quiso utilizar metáforas para disfrazar las siglas del partido en el poder y se negó a alterar el final, sufre una maniobra de Imcine que nos impide conocerla masivamente, como si el pueblo mexicano no supiera de las corruptelas del sistema y la degradación de los funcionarios en que esto se finca. El problema es muy grave, porque la censura siempre lo es y porque nos pone a interrogarnos todos si la despolitización y el analfabetismo virtual de nuestra gente es en verdad tan grande que una película, el medio masivo más importante después de la televisión, sea censurada por exhibir lo que, por ejemplo, en La Jornada se dice a diario. Los pasos de la dictadura, en éste y otros casos, se empiezan a sentir en México.
Todo lo anterior es un indignado y necesario preámbulo para hablar de El censor, la obra de Anthony Nelson, en traducción de Carlos Bonfil, que se escenifica bajo la dirección de Jorge A. Vargas. El tema se refiere a los linderos de la pornografía, tan difíciles de definir, y la puritana visión anglosajona -en todas partes se cuecen, o se han cocido, estas repugnantes habas- que en su momento llevó a censurar a D.H. Lawrence, Henry Miller y nada menos que a James Joyce. El dramaturgo ejemplifica en un oscuro burócrata con graves problemas conyugales y sexuales, al censor casi por excelencia. El es el narrador de la historia y desde su pequeña oficina, casi un bunker -en escenografía de Edyta Rzewska, también responsable del vestuario-, dictamina lo que el público cinematográfico puede o no ver. Desde luego, en su mundito casi kafkiano, en el que no tiene acceso a los pisos superiores, es dueño y señor de los destinos del material que llega a sus manos, hasta que se enfrenta con la enigmática señorita Fontaine, la cineasta que ha realizado una película sin más diálogo que el sexo.
Así como el censor es minuciosamente analizado por el autor y ofrece a su contrincante varias pistas de sus conflictos (una de ellas sería la insistencia acerca de Lo que no fue, nombre con el que conocimos, si no me equivoco, la película de David Lean, Breve encuentro, que trata de un adulterio nunca consumado), la mujer no le da ningún dato acerca de sí misma. Vargas acentúa esta dicotomía e impone a la esposa del censor (Alicia Laguna) un hierático distanciamiento del sufriente esposo. El muy áspero y desagradable texto se humaniza gracias a las actuaciones. Laura Almela es la extraña señorita Fontaine cuya dureza y frialdad llevan implícito el deseo de que el hombre ``vea'' realmente su filme, dado que para ella el único lenguaje que perdurará es el sexual (peregrina tesis que no se tiene la obligación de compartir). Arturo Ríos, muy matizado esta vez, llega a conmover como ese censor pleno de contradicciones. Ambos están excelentes en su enfrentamiento y Jorge A. Vargas, más conocido como experto en expresión corporal, refrenda su calidad de director de texto y de actores.