Hermann Bellinghausen
Ombligos del agua

Estaban jugando con piedras. De las redondas y de las planas. Las acomodaban a un juego que llamarían ombligos del agua, más tarde. Consistía en construcciones pasajeras, tipo castillos de naipes o arena, palillos chinos, acertijos que debían tener solución. Si no, no valían. El que proponía un acertijo sin salida, perdía la partida.

Gente de lecturas, en tiempos, de novelas policiacas y thrillers de los buenos, sabían que la trama, por extravagante que parezca, debe pasar la prueba del desenlace, como las mesas redondas de monsieur Poirot, o las salidas falsas que las coincidencias salvan de mister Marlowe.

-Tú sabes dónde está, pero no sabes a dónde voy -dijo Gama encimando los cantos lisos en un cúmulo que tambaleaba alto, pero inclinado. Suerte que apenas se dejaba sentir el viento, apenas.

No menos hace un equilibrista en la cuerda tendida. No menos que estas piedras. El cúmulo de la partida tenía prisa por desplomarse, y Capa, o se apuraba o perdía.

-Una tierra que yo conozca y tú no -inició Capa su razonamiento con ese tono de pregunta que parece provisional, y a lo más busca algún guiño, no respuesta. Un borrador de pregunta, casi afirmativo en principio. Casi monólogo.

Gama miró hacia Capa riendo, sin indicios de burla o aquiescencia, ni para despistar, cual debe ser. Si no, el juego no sería juego.

Capa enumeró lugares remotos y escondidos, improbables, que ha visitado en serio o en sueños, lo que va de Kamakura a Bagdad, partiendo del principio de eliminación.

Sin desatender su cúmulo, Gama comenzó a juguetear con las piedras alrededor, que conformaban el promontorio a medias del río. Isla entonces que el agua era poca, en las inundaciones de verano se incorpora al lecho sumergido.

Exprimiendo su Baedecker mental, Capa pronunció ciudades grandes y pequeñas con delectación de palabras, la sucesión de nombres un desbocado aleluya a las distancias.

-Puede ser una calle -agregó Gama, complicando el acertijo pero con el tono de quien lo zanja. Al complicar la respuesta aumentarían las probabilidades temporales de que su cúmulo cayera, y Capa la tenía más dura para ganar la ronda.

El río llevaba mucha agua de todos modos. Qué le duraba el estiaje. Arrastraba sin cesar las piedras que alcanzaba de orilla. Destino de los cantos rodados es no detenerse, como su nombre lo dice. Aunque se amolden a la palma de la mano, lo suyo es rodar y rodar en la erosión escultora del río, que lima las aristas, los filos del pedernal, y lustra la mineralidad opaca. Las piedras de río, por sus redondeces se entienden con la piel. Ni Gama ni Capa calzaban huaraches siquiera y si se tendieran así, como estaban, sentados, y reacomodaran el esqueleto, no echarían de menos la cama.

Navegante en tierra mas no en la luna, Capa siguió su sentido de orientación y de pronto, sin tanteo, pronunció una calle cualquiera, un número en la puerta y una letra indicando el interior.

Gama respingó de sorpresa, y algo debió menearle al viento o al suelo, que sin siquiera rozarlo, se desplomó su cúmulo con un suave estruendo de abalorios imperfectos. No espero de Capa tan pronta precisión. ¿Era más fácil adivinar una calle que una ciudad, siendo que calles hay miles de miles y ciudades unas cuantas centenas?

Capa, triunfal, pasó su lengua sobre el labio superior, y dijo:

-Ahora voy yo.

Fue amontonando su cúmulo. Como los latidos de un cronómetro que echa a andar, las piedras inestables comenzaron a susurrar el camino de la altura mientras le ponía a Gama un nuevo acertijo:

-En qué parte del mundo donde voy el piso se sigue construyendo.

Por la cara que puso Gama, podemos suponer que tenían para rato. El cúmulo le había quedado firme a Capa, y el viento apenas soplaba tantito, apenas.