León Bendesky
Certidumbre y engaño

Son muchas las certezas con las que se propone que enfrentemos lo que ocurre y, sin embargo, son tantas las cosas que nos hacen sospechar. La situación política del país la presentan muchísimos observadores y comentaristas como clara e imponente. La democracia, se dice, ha avanzado decisivamente, como muestran los procesos electorales, la composición del Congreso, los gobiernos de la oposición en diversos estados y hasta la limpieza interna de los modos de operar del propio PRI, que se renueva y se ofrece como garantía de todo, hasta de la misma transición. Y es cierto que muchas de estas cosas han cambiado en los años recientes y no por graciosa concesión de nadie. La figura del dinosaurio resucitado como mariposa es ahora tan socorrida como tan simple.

Las cosas cambian, aunque para muchos de modo lento y no con suficiente decisión. Hoy se debate el presupuesto federal, los gobernantes locales exigen mayor independencia política y económica de la federación y la población puede ocuparse más de lo que sucede en sus localidades. Hay, también, mayor transparencia en muchos de los actos de gobierno, y no porque hayamos modificado las instituciones de modo que dicha transparencia sea una costumbre cívica y una práctica del quehacer público, sino por cansancio de los ciudadanos y pugnas internas de grupos de poder. Pero en México todo es posible y no hay forma todavía de que la legalidad sea un principio aplicable y que genere confianza; la palabra de unos frente a la de otros no es una forma de dirimir conflictos, que sólo deberían tener como recurso último a la ley.

El poder del Estado sigue imponiéndose de manera flagrante en la movilización de los recursos públicos y las estructuras de influencia, así como en la relación de simbiosis entre el gobierno y su partido. Los medios de comunicación siguen ejerciendo una influencia decisiva por su parcialidad, y es ese un medio en el que la apertura no ha cumplido con la expectativa de una mayor competencia, y está fuertemente concentrado, especialmente ahí donde es más influyente, que es la televisión.

En la economía, las certezas son aún mayores. No sólo debemos aceptar la globalización como un hecho incontenible e ineludible, sino que hay que tomar a pie juntillas las premisas que de ella se derivan: la apertura comercial y financiera, baja inflación, aunque la estructura productiva no la resista y, en fin, todo lo que dé al mercado la posibilidad de ampliar sus fuerzas ordenadoras y promotoras de la eficiencia. Pero si algo no tiene este sistema económico es eficiencia, y esto es uno de los aspectos más contradictorios de las políticas de ajuste aplicadas por casi 20 años. Y, a pesar de la contundencia de la globalización, Seattle resultó una cuestión muy llamativa. Claro que la versión convencional, como la que ofreció el semanario inglés The Economist, califica a los manifestantes como un grupo despistado, y a los ministros que cedieron a las presiones los ven como unos incapaces de propagar decisivamente entre los no creyentes la fe del mercado. Pero ahí estuvo la protesta y habrá que ver si se reproduce y cómo lo enfrentarán los gobiernos, sobre todo ante la incapacidad de convencimiento de las fórmulas recientes de organización social surgidas en Europa con cosas como la tercera vía. En ese terreno, Milton Friedman tiene razón cuando en un breve artículo publicado hace algunos meses argumenta de modo consistente que no existen vías alternas para el mercado.

La certeza con respecto a la globalización y sus efectos positivos, y del modo como debe sacársele provecho tiene bastantes contrastes. Son muchas las facetas de la globalización y resaltan las maneras en que el proceso se enquista.

Los niños del cielo es una película que ofrece una nueva y sensible versión de estas otras formas. Dos pequeños hermanos comparten un solo par de zapatos viejos para ir a la escuela, y no se atreven a decirle nada al padre, pues saben que no tiene manera de comprar otro par. El padre busca una forma adicional de ingreso como jardinero en la zona opulenta de Teherán, y tras el primer trabajo no puede recibir la paga, pues la dignidad proviene de trabajar, no del dinero. Pobre hombre que no entiende las claras señales de la globalización y de la eficiente asignación de recursos en el mercado.

Hace apenas unos días, nos reunimos en la Universidad Autónoma de Puebla para recordar a nuestro amigo Eduardo González y en una mesa en la que discutimos sobre Economía, Rolando Cordera señaló la necesidad de evitar el autoengaño. Lo hacía en referencia a las diversas ocasiones en que la izquierda se había propuesto programas que no correspondían con la forma en que operaba esta sociedad. El llamado es oportuno, pero debería extenderse igualmente a las visiones cargadas de certezas sobre las fuerzas que dominan al mundo ya que en ellas hay, también, una suerte de autoengaño cuyas consecuencias no pueden eludirse si no es por una mera congruencia intelectual. Esta congruencia es muchas veces un recurso escaso en el mercado y que no se asigna de modo eficiente.