José Cueli
¡Qué aburrición!

Desde la luz fría de una brillantez neblina de estas tardes matizadas de nortes, se lleva a cabo la temporada de ``toros'' en la monumental Plaza México, bajo el techo achatado de un fulgor lívido y mortecino que se corresponde con la poca animación de un público cansado de dimes y diretes, de los actores de este drama que es la fiesta brava, tuvo que tolerar una corrida de ocho toros y tres horas y media de duración.

Teatralmente -con una teatralidad ocasional- para dotar de sentimiento y de opinión a un público nuevo, inadecuado y frívolo, hicieron el paseíllo Enrique Fraga, Litri, Ponce y Jerónimo, que no terminaron de cuajar la faena esperada a los toros de Xajay, sosos y descastados.

No sólo daña este aparato a la sensibilidad austera y a la pureza expresiva que debe tener una corrida de toros, sino que perjudican indudablemente a su resultado, esfumándola y despojándola de su belleza natural.

Con una luz propia más franca, Litri, que se despedía, no necesitó de una complicidad floral, cervecera, golondrinesca y cirquera para triunfar. Su fundamento despojado de poses le permitió llegar al refinamiento melancólico de su sensibilidad, y marcar con acento propio, tranquilo, el dormirse toreando en la cama blanda del ruedo, a pesar de dejar caer la faena al final del segundo toro.

Bellísimo poema torero de líneas externas e intensa emoción, formaban las series de redondos cargadas de torería de este diestro, quien en esta corrida se despedía de los toros. Su toreo fríamente trabajado, exaltaba su juventud que se insinuaba con esa trascendencia de las manos, a la tela roja, en un reposado toreo.

Los brazos que con maestría se movían; voluptuosidad pura que rubricaban la actitud reposada y tranquila, sin exageraciones ni contorsiones, haciendo girar al de Xajay con tal acierto, que mostraba las líneas fundamentales del toreo, en la curva armoniosa del redondeo de los pases que se enhilaban después de los remates, y culminaban en la potencialidad sentimental de este joven torero, hijo y nieto de toreros, con quien termina, por lo pronto, la dinastía de los Litri.

A su vez Enrique Ponce, con rostro de dormido, la testa sumida en el pecho, fue de un clasicismo con el capote que proyectaba la emoción al tendido. El poema torero de su ímpetu juvenil, la honda languidez decidora de mundos encontrados en su interior, que nos transportaba al más allá. Lástima que su obra tuviera la mácula -qué se le va a hacer- de que los de Xajay le cambiaran de lidia y el valenciano no venía dispuesto a jugársela. Ya le andaba por irse de juerga con la troupeé española que vino a la despedida de Litri y abarrotó el callejón de la plaza.

Por último, lástima de la clase de Jerónimo. Si no aprende la técnica, no caminará en el difícil arte del toreo.