Entre las muchas cosas que estamos obligados a diferenciar en el espacio de lo público, de la planeación y la toma de decisiones, está lo que es el fin y el medio, es decir: identificar objetivo e instrumento.
Eso, que parece simple, no lo es tanto debido a que, visto en el tiempo, lo que ayer fue un fin se transforma en medio, y aquello que creímos instrumental se torna en la mejor prueba del fin cumplido.
La educación, por ejemplo, es uno de los fines individuales y sociales que con mayor claridad se pueden identificar; desplegada en el tiempo, se convierte en el medio privilegiado para acceder a los beneficios del desarrollo, a la adecuada incorporación al mercado laboral, en el instrumento insustituible para el desarrollo integral del ser humano.
Hay, sin embargo, un tema en el que resulta esencial establecer con toda claridad lo que se entiende por fin y lo que se define como medio, y ése es justamente el ámbito del poder donde la confusión puede convertirse en la diferencia fundamental.
Cuando se aspira al poder para llevar a cabo las tareas que la colectividad ha definido como esenciales, la lucha por acceder a él se lleva a cabo en el ámbito de las ideas, de las propuestas, haciendo de su discusión el método para definir lo que colectivamente se pretende, las etapas en que ello sucederá y lo que cada quien tendrá que aportar si decide llevarlo a cabo; no se pretende convencer acerca de que los cambios carecerán de costo, sino que éstos se identifican señalándose lo que habrá que superar para alcanzarlos.
En cambio, cuando lo que se busca es el poder por el poder, se privilegia el culto a la personalidad, la superposición del líder carismático sobre las ideas, la pretensión de que es el hombre la diferencia entre un estado de cosas y otro que se propone como idílico y mejor; resulta obvio que se buscará ocultar los costos que habrán de pagarse y que se emplearán los medios para convencer de que el cambio será indoloro.
De la memoria colectiva extraemos la experiencia de que cualquier cambio implicará costos, que todo beneficio demanda inversión, pero somos susceptibles a creer que efectivamente ello puede suceder sin el menor esfuerzo confiando en el mesianismo que se propone como paradigma.
Los fenómenos colectivos que han decidido optar por el ilusionismo social no deben olvidarse, como tampoco ignorar los enormes costos que han tenido que pagar por haberlo hecho.
Quien busca el poder como medio, elegirá un despliegue político basado en el convencimiento y en la suma de consensos; quien busca el poder como fin, utilizará la mercadología como el instrumento para llevar a cabo sus objetivos. Uno y otro estarán sujetos al arbitrio de los ciudadanos que se pronunciarán a través del voto, el cual es cada vez más volátil, pragmático y diferenciado.
En la perspectiva del poder como medio, los medios de comunicación social son herramientas para hacer llegar a los votantes la oferta política; de otra manera estaríamos dejando que de ellos dependa que las imágenes superen a las ideas, que las ilusiones derroten a la realidad y que la virtualidad se apodere de la voluntad social.
Esta circunstancia está ya en marcha en México y lo que está en juego es el futuro. La ciudadanía tiene la palabra.