* El poder de la seducción habitó la sala Revueltas


La esperanza, fruto que deja el virtuosismo de Franco y su flauta

* Il Gardellino devino diálogo de voces hechiceras

Angel Vargas * Al posesionarse de la flauta, las manos de Horacio Franco se liberan del resto del cuerpo y adquieren vida propia. Su espíritu es capaz de encarnar en múltiples y maravillosas formas que, entre lo tangible y lo etéreo, oscilan. A veces, como alas rotas que caen al vacío y, otras, como bolígrafos que perpetúan quimeras, pero siempre con el poder de la seducción. El instrumento y ellas, en una danza que deviene tórrido romance, pasional encuentro entre la carne y el ánima.

Como en la mítica caja de Pandora, si algo queda después de escuchar la dulce ejecución de la flauta dulcísima de Franco es la esperanza. Afuera de la sala de conciertos el mundo puede proseguir con sus males e infortunios y la humanidad con su proceder tan irracional. La música es capaz de inmunizar todo contra todo.

 

Trance de ensueños

 

Y si el virtuosismo encuentra su eco, como aconteció la noche del martes, cuando el flautista ofreció un concierto acompañado de la Camerata Aguascalientes, no resta sino contradecir la frase que Diego Rivera estampó en uno de sus murales y aceptar que Dios sí existe.

Il Gardellino fue el nombre que recibió ese diálogo de voces hechiceras que se suscitó en la Sala Silvestre Revueltas, del Conjunto Cultural Ollin Yoliztli. Ocho instrumentistas de cuerda, un organista y un flautista en pleno trance de ensueños, enigmático conjuro de deslumbrantes sonidos.

El programa se erigió como un gran templo de devoción, con cuatro pilares aportados por el genio de Antonio Vivaldi y sendas columnas provenientes de la sensibilidad de Johann Gottlieb Graun, Giusseppe Sammartini y Unico Wilhelm, conde de Wassenaer. šQué más pedir! ''Vida nada te debo, vida nada me debes...", habría escrito el gran vate nayarita, Amado Nervo.

De camisa y pantalón en gris y en negro lustrosos, respectivamente, Horacio Franco se plantó en el centro de ese semicírculo en el que lo envolvieron los nueve músicos de la camerata, vestidos todos ellos del color de la noche. Sin mayor escenografía que la pálida luz proveniente de los velas sostenidas por una decena de candelabros, la liturgia comenzó.

Desde el principio, sus manos volaron como colibríes en busca de néctar, y tanto de la flauta dulce como de la barroca que utilizó durante la hora y media de la velada irrumpieron tersas notas que petrificaron el tiempo y petrificáronse para el recuerdo.

Todo espléndido y esplendoroso. La primera parte se integró por el Concerto en Do mayor para flauta de pico, violín, cuerdas y continuo, de Graun; el Concerto en Fa mayor para flauta soprano, cuerdas y continuo, de Sammartini; y el Concerto en Do mayor, P.78, para flauta sopranino, cuerdas y continuo e In furore lustissimae irae, de Vivaldi. En esta última pieza, el canto de la soprano Eugenia Ramírez se sumó al rito.

La parte que cerró la velada trajo consigo una sorpresa. Tras la interpretación de El invierno (de Las cuatro estaciones), de Vilvadi, y de Concerti Armonici, de Wilhelm, una figura quizá onírica, quizá mitológica se posesionó del escenario, para desencadenar el torrente de imágenes fantásticas que se había contenido en demasía.

Con un antifaz de ave y su torso al desnudo, Franco dejó que sus dedos recorrieran a su albedrío el cuerpo de la flauta en Il Gardellino, como si fuesen hojas cayendo de los árboles. La seducción terminó de consumarse, ante el virtuosismo de uno de los mejores flautistas del mundo. El público, extasiado, ovacionó de pie la magia. El concierto había concluido.