La Jornada viernes 17 de diciembre de 1999

Andrés Aubry y Angélica Inda
Dos años después: Acteal y la lógica de la guerra

Este 22, la masacre de Acteal cumplirá dos años. Anunciada por un destacado reportaje de Ricardo Rocha de título significativo (``Chiapas: la infamia'') y pasado el sentimiento de horror por un crimen de lesa humanidad, fuimos muchos en pensar entonces que la tragedia actuaría como foquito de alerta para parar un peligroso proceso.

Lo creímos por el cambio de altos funcionarios (secretario de Gobernación, gobernador, comisionado al diálogo), pero, al contrario, propició una nueva y progresiva escalada: aumento local de la presión militar, crecimiento de los desplazados, desastre sanitario endémico, naufragio del desarrollo autónomo con saqueo de la cooperativa de Majomut con desmantelamiento de su mercado internacional (lo que significa otro ingrediente de la guerra: el hambre), multiplicación de ``civiles armados'', enredo judicial dejando en la impunidad a varios autores materiales y a todos los intelectuales, ola xenófoba por la irritación internacional, y acceso inexplicablemente restringido a Acteal (hasta a monjas para misa).

Si bien son comprensibles las reacciones de un régimen herido por un escándalo patrio y acosado por las ondas inocultables de una ofuscación planetaria, aquí buscaremos explicaciones en otra dinámica: la que genera la lógica de la guerra, con los análisis de sus principales exponentes.

Acteal no fue accidente ni venganza, sino un hecho de guerra, una malla del tejido bélico, una puntada certera dentro de la trama de la GBI. Fuera de este contexto, es difícilmente entendible, tal como lo manifiesta la reiterada pregunta: por qué atacar a Las Abejas si no son zapatistas y, por tanto, tampoco el enemigo. La respuesta es que su resistencia con oración y ayuno exhibía tan elocuentemente su pacifismo que se volvieron un blanco significativo de la contrainsurgencia pues, en esta guerra tan especial, los verdaderos enemigos son quienes se oponen a la guerra.

Dentro de la lógica bélica, no faltaron otros Acteales. Como lo advirtió Montemayor, ``la GBI lleva ya tres décadas en México'' (desde Lucio Cabañas), persiguiendo a los disidentes aun cuando no toman las armas. Chiapas conoce los refranes de la guerra desde 1977, cuando el general Hernández Toledo abrió el cuartel de Comitán: ``labor social'', ``récord federal del gasto social'' (ya ejercido bajo control del Ejército) para ``abatir rezagos ancestrales''. En 1978, el general Félix Galván, entonces secretario de la Defensa, comentando un desfile militar de tres mil elementos y 200 paracaidistas soltados en el cielo de San Cristóbal para celebrar sus 450 años, pregonó desde el micro del H. Ayuntamiento: ``nuestros soldados ahora toman la pala para abrir caminos y cambian su uniforme verde oliva por la bata blanca del enfermero''. En el barrio militar de Chichimá, empezaron las primeras violaciones, y en Golonchán en 1980, la primera masacre de indígenas.

Con la Escuela de las Américas, esta guerra es ya continental: en 1982, Amparo Aguatinta fue el refugio de los sobrevivientes de la masacre de San Francisco en los Cuchumatanes (también dentro de una iglesia), cuando los paramilitares de las PAC (Patrullas de Autodefensa Civil) señalaron los rebeldes a los kaibiles; allá, las Comunidades en Resistencia tampoco estaban armadas; la historia hoy se repite en Colombia con desplazados también víctimas de matanzas sin ser beligerantes; el mes pasado fue el aniversario de otra masacre que tiene mucho en común con Acteal: la de los jesuitas de la Universidad de San Salvador. Así había caído monseñor Arnulfo Romero, así fueron emboscados don Samuel Ruiz y su coadjutor Raúl Vera. Esta clase de guerra es prudente (para no desprestigiar la ``democracia militarizada'') y cobarde: no ataca a su enemigo, ``extermina'' a los desarmados que apoyan sus causas.

Lo confiesa el Manual de la Guerra Irregular. Su exterminación (No. 532) no siempre es física porque tiene el objetivo de limpiar su camino satanizando a los críticos y barriendo con la oposición pueblerina. Lo subraya otra vez Montemayor: la guerra (ya desde los nazis) no se confiesa, niega milicias paramilitares, deportaciones y campos de concentración, se disfraza con otros nombres: carreteras (como en Amador), hospitales (Tepeyac, Altamirano), flujos de dinero (para desarrollo de inversiones exógenas) y hasta ``protección'', ``tranquilidad'' y ``pacificación'', sus eufemismos preferidos. Como lo remató un Nobel, esta guerra se presenta como una no-guerra.

Onécimo Hidalgo y Gustavo Castro analizan La Estrategia de Guerra en Chiapas. A partir de testimonios clasificados, documentan los mecanismos de la exterminación: evita los disparos hasta donde es posible dentro de su lógica porque prefiere los métodos sutiles de ``la eutanasia moral'' que destruye las comunidades (por división y polarización), las organizaciones (por cooptación), la moral cívica (por rumores, deserciones, inseguridad), es decir, mata comunitariamente por ``deshumanización'' de las colectividades.