La Jornada martes 21 de diciembre de 1999

Jorge Camil
Solidaridad

Podríamos definir la solidaridad como el apoyo a una causa ajena. Mas, Ƒcómo escoger? Las posibilidades son tan numerosas como los diversos objetivos que emprendemos los seres humanos. Y si se tratara de integrar un catálogo de causas ajenas bastaría con asomarse al mundo del make believe, donde fugaces "estrellas" de Hollywood (gran promotor de la economía global) adoptan causas espectaculares para operar sus estrategias fiscales: el sida, la drogadicción, los huérfanos africanos y el Dalai Lama adquieren así publicidad universal y el carácter de modernas cruzadas contra los molinos de viento de la injusticia y la enfermedad: todos tienen alguna causa que esgrimir, un llamativo listón de colores para lucir en la solapa y la oportunidad de aparecer compasivos ante los ojos de los demás: ƑCuánta sinceridad habrá detrás de esas causas nobles? El resto de los mortales (usted y yo) nos limitamos, si acaso, a desplegar una blandengue solidaridad en el reducido círculo de amigos y familiares, o a dispensar una flaca limosna ocasional provocada por los ojos inexpresivos de un niño de la calle. Pero la solidaridad a secas, la adhesión incondicional a la causa de todos los seres humanos, una desinteresada entrega a los pobres y a los desheredados, esa solamente se practica entre los espíritus con olor a santidad, y de esos, por lo visto, quedan pocos.

De los que sí quedan muchos son los pobres, que esperan con resignación franciscana proliferando en los hacinamientos urbanos del primer mundo, y en los barrios, chabolas, barracas y favelas del tercer mundo, mientras los gobernantes se ahogan en la retórica estéril de porcentajes, índices, parámetros y modelos de crecimiento (y los líderes de oposición, diletantes incorregibles, comparan las bondades de la Tercera Vía de Tony Blair con el Nuevo Centro de Gerhard Schröder y el Estado de Bienestar de Lionel Jospin). ƑCapitalismo con "rostro humano": un lobo con piel de oveja? Si dejamos que las fuerzas del mercado se hagan cargo de la pobreza el método pudiese consistir en barrer a los pobres de la ecuación social. Por lo pronto, cada día hay más niños de la calle, más migraciones multitudinarias provocadas Ƒqué más da? por el fantasma del hambre, los desatinados pilotos de la OTAN o el certero aporreo de las artillerías del ejército ruso; más desempleo, más desharrapados que duermen en los parques públicos o en los quicios de las puertas; más niños cabezones, famélicos y barrigones en el continente africano (auténticos alienígenas en su propio planeta): menos igualdad social.

El manifiesto Blair-Schröder asegura que "la solidaridad y la responsabilidad con los demás son valores milenarios que jamás serán sacrificados por la democracia social". El problema es que las socialdemocracias europeas, finalmente incrustadas en el poder y con idénticos objetivos, están paralizadas por una ridícula guerra etimológica que les impide llamar al pan "pan" y al vino "vino", y las latinoamericanas se están quedando a mitad del camino, derrotadas por el Partido Colorado en Uruguay, infiltradas en la cuna por el neoliberalismo argentino y amenazadas por la memoria del 11 de septiembre chileno. El mensaje de los electores es cristalinamente claro: Ƒjusticia social? Sí, pero hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre. Que paguen los ricos, que trabajen los pobres, que se encargue el gobierno. Yo continúo votando por aquellos que dicen y prometen: jamás por los que hacen: esos, resultan demasiado peligrosos. En un excelente ensayo que sintetiza el tema, Lionel Jospin (El País, 22/11/99) instó a las socialdemocracias europeas a reducir la brecha entre los intereses de quienes están moderadamente satisfechos (y temen asumir el "costo social" de la reforma), y aquellos para los cuales el fomento de la igualdad representa un asunto de vida o muerte.

En días pasados, en nuestro elegante Palacio de Bellas Artes, José Saramago, el Saramago de La Jornada como le llamó Elena Poniatowska, se preguntó sorprendido, con la lógica lapidaria del hombre de a pie, por qué los seres humanos, enfrascados como estamos en plena euforia globalizadora, hemos sido incapaces de globalizar la solidaridad. La respuesta pudiese avergonzarnos a todos.