La Jornada jueves 23 de diciembre de 1999

Margo Glantz
Istanbul, la bella

Decir que Istanbul es bella es repetir un lugar común, pero no puedo dejar de repetirlo: Istanbul es una ciudad bella, bellísima. La visito de nuevo en noviembre. Voy con mi hija Renata, la hija equivocada, dice ella, porque estuve allí, en el Medio Oriente y en Egipto, en 1954, con Paco López Cámara, el padre de mi otra hija, Alina. Año de un medio siglo ya desvaído cuando empezamos nuestro periplo en Istanbul, la antigua Bizancio, luego Constantinopla, conquistada por los turcos en 1453 que dejaron intactos ųminaretes de más o menosų algunos de los más bellos edificios de la ciudad antigua: Santa Sofía, cuya silueta define el paisaje del Cuerno de Oro, erecta como modelo fundamental de mezquita; la cisterna con sus miles de columnas y una, cuyo capitel invertido ostenta unas medusas que han perdido su capacidad de producir horror, unas medusas iluminadas, serenas, sumergidas en ese castillo subterráneo, el Yerebatan Sarayi.

Y ya fuera, otra columna, carbonizada, construida por orden de Constantino I en 325 de nuestra era, ejemplo de sincretismo: el emperador hizo representar en ella imágenes paganas y cristianas, incluyendo la piedra de la que Moisés hizo brotar el agua, cerca, los clavos de la Cruz de Cristo fundidos dentro de la corona que decoraba la estatua del emperador Constantino-Apolo(?). La Kariye Camii, la antigua iglesia bizantina de San Salvador en Chora, convertida en mezquita en 1511 y ahora museo que alberga hermosos mosaicos y frescos bizantinos, muy bien conservados. Y los museos de antigüedades romanas con el mausoleo de Alejandro y Apolos, Océanos, Cleopatras: no hay que olvidar que los famosos caballos de Venecia, los de la Catedral de San Marcos, ahora sustituidos por copias, fueron un botín de guerra traído desde Constantinopla.

Y claro también un imponente acueducto en perfecto estado, debajo de sus columnas pasan los taxis amarillos y las mujeres empañueladas, ya no veladas desde la época de Ataturk, caudillo vestido de smoking con cara de galán de cine mudo cuyo retrato está en todas las paredes, ya se trate de agencias de viaje, correos, ferrocarriles, paradores, museos... una especie de Stalin aún intacto.

Y los bazares y los vendedores de tapetes a granel, enojados porque no queremos comprarlos, pues, nos dicen, "todo el mundo viene a Istanbul a comprar tapetes", además, el yogurt, las avellanas, el azafrán, el infaltable obelisco y miles de pieles para abrigos de cuero mal cortados y amontonados en las vitrinas o colas peludas, Ƒzorro? en paquetes informes y mal cerrados, o en restos colocados en montones de basura visitados por innumerables gatos, en esas calles muy semejantes a las de La Lagunilla, idénticas a las que vi en 1954. De repente, el panorama se ensancha y aparece el Cuerno de Oro con su tenue neblina azulada, el agua extensa, mucha gente, la gloria, me digo y me dice Renata, aunque yo sepa que no hay gloria sin purgatorio ni sin infierno y que en Turquía mucha gente vive sin alcanzar jamás la gloria, Ƒlos kurdos?, Ƒlas mujeres?, aunque Renata insiste en que las ve felices y serenas y aunque sólo excepcionalmente pueda vérseles un mechón de pelo o la cabellera completa cortada a la moderna, y mucho más extraño, usando una minifalda, obviamente en su trabajo como cajeras de banco con su carga neoliberal.

Vamos a la Mezquita Azul, una Santa Sofía a lo bestia ųbestia hermosaų, situada enfrente con sus seis minaretes, sus cascadas de cúpulas y medias cúpulas, mandada a construir por un sultán famoso Ahmed I, inaugurada un año antes de su muerte, acto para el cual, en signo de humildad, Ahmed usó un turbante que imitaba el zapato del profeta Mahoma cuya enorme huella ųde caminante empedernidoų tuvimos ocasión de admirar en el palacio de los sultanes, el Topkaki, lleno de joyas milyunochescas, único calificativo posible. Entramos en la mezquita quitándonos los zapatos ųyo traigo las medias rotas y se me ve el juanete en su flagrante desnudezų, nos obligan a cubrirnos la cabeza con unos pañuelos sudorosos. Los hombres rezan en su pedacito de tapete, se inclinan, se echan al suelo, las mujeres y los turista permanecemos en la periferia.

Siempre me ha parecido curioso el harén (lo prohibido, el lugar de lo santo): el sultán tiene allí sólo compañía femenina si se exceptúa a los eunucos, muchos de ellos negros para detectar el adulterio. Es un mundo hermético, femenino, un mundo de intrigas, rumores, deseos frustrados. Afuera, lo político, los visires con sus turbantes, los jenízaros y sus alfanjes, la ceremonia, el ritual. Adentro la madre, las favoritas, las hermanas, los pequeños posibles sucesores al trono. Fuera, junto a la mezquita, la muerte y sus mausoleos, el sultán-los sultanes-sus mujeres-sus hijos. También santuarios, también prohibidos.