La Jornada jueves 23 de diciembre de 1999

Soledad Loaeza
Stalin volverá

Aunque usted no lo crea, existe en Venezuela una ONG que lleva la denominación "Stalin volverá". Algunos quisiéramos que se tratara de un chiste de mal gusto que se mofa de la izquierda y, en el peor de los casos, de esa protagonista de telenovela lacrimógena en que algunos han querido convertir a la sociedad civil. Sin embargo, todo sugiere que el "Stalin volverá" no es ni siquiera una premonición, sino una advertencia para los necios que insisten en defender la democracia y el imperio de la ley.

En México aún no aparece una organización que se acoja abiertamente a ese santo patrono; no obstante, el tono y el comportamiento de algunos de los líderes más notorios del CGH nos hablan de una secreta devoción por el padrecito Stalin, que también creía que la palabra diálogo significaba solamente la argumentación de una de las partes en conflicto, como sostuvo sin sonrojo uno de los maestros paristas (La Jornada, 13/12/99). Esta interpretación de la palabra diálogo reduce este procedimiento de acuerdo entre dos o más partes en conflicto a la imposición autoritaria de la verdad que pretende poseer una de ellas, en este caso, el CGH; la suya, que no es de nadie más que de ellos. Normalmente en una situación de conflicto, el diálogo se establece para intercambiar información, opiniones, entre dos o más personas o grupos, con el propósito de explicar las posiciones encontradas, conocer las razones de la contraparte para evaluarlas, compararlas con las propias, identificar los puntos en común, limar las diferencias y acomodar los intereses de ambas partes. El punto de partida de todo diálogo es la premisa de que sus respectivas razones son válidas, pero también modificables. Los paristas no lo ven así. Han repetido hasta el cansancio que no van a alterar sus exigencias iniciales. Insisten en que la solución sólo es posible mediante el diálogo, pero no se han movido un ápice de lo que proponían hace ocho largos meses, mientras que las autoridades universitarias han cedido cada día más a sus presiones. Lo único que el CGH quiere negociar es la aplicación de la ley.

Es tan agresiva la idea de diálogo de los paristas que las reuniones en el Palacio de Minería se asemejan más bien a los procesos de Moscú, en los cuales los inculpados sólo podían hablar para declararse culpables de pecados nunca cometidos contra el proletariado. Así, los representantes de la rectoría, cuando no tienen que esperar los recesos impuestos por el CGH, pasan buena parte de su tiempo defendiéndose de las más terribles acusaciones: desde ser enemigos del pueblo hasta instrumentos de una conspiración internacional guiada por la OMC, la OTAN, o la OCDE, para no mencionar a Washington, el neoliberalismo y, en una de ésas, el fantasma de la ópera.

Octavio Paz censuraba a la izquierda mexicana, entre otras razones, porque nunca había hecho una autocrítica honesta como la que penosamente hicieron en diferentes momentos los comunistas y los socialistas europeos para poder convertirse en una alternativa política moderna y civilizada para las corrientes de opinión afines. Este examen de conciencia parecía innecesario en México porque la izquierda nunca había estado en el poder y no podía acusarse de los errores y crímenes cometidos por sus hermanas en Europa o en Asia. Sin embargo, el autoexamen, ahora lo sabemos, hubiera sido saludable para la modernización de una izquierda que mantiene muchos de los reflejos autoritarios del viejo stalinismo. De haberlo hecho, no sería esta izquierda sin remordimientos; no hubiera tenido hijos como este CGH que practica el centralismo democrático de triste memoria, la intolerancia de un discurso indignado que exige castigos a diestra y siniestra, reclama, demanda, protesta, denuncia, acusa, señala, levanta alambradas de púas y recurre de manera sistemática a la intimidación como método de persuasión. De haber hecho un autoexamen, la izquierda mexicana hubiera podido declarar a Stalin bien muerto como lo está en otras partes del mundo, pero que en México vive tan contento, rodeado de jóvenes que lo siguen sin conocerlo, y de no tan jóvenes que lo emulan sin desconocerlo.