León Bendesky
Fin de año
Dedico mi pensamiento de fin de año a un objeto entrañable: el libro. En él he encontrado muchas cosas, unas de ellas que he buscado y, otras, quizá más, que han salido a mi paso y que han sido tanto o más importantes. He obtenido en estos días un libro que despertó la reflexión; contiene tres historias de Iván Turgueniev, que son: "El primer amor", "Corrientes de primavera" y "Fuego en el mar".
El primero de esos textos había llamado fuertemente la atención de Isaiah Berlin, para quien Turgueniev era una influencia como pensador liberal. El mismo Berlin tradujo el relato del ruso al inglés en 1950, y es esta versión la que contiene el libro. El personaje describe una etapa de su juventud en la que pasaba un verano en las afueras de Moscú y del que dice "nadie interfería con mi libertad". Esta es una afirmación compleja que Berlin entendía bien y que usó en su propio credo filosófico.
Y es que en la vida son tantos los límites e interferencias con nuestra libertad, unos impuestos desde fuera, y otros que uno mismo conviene en imponerse. Mantener un balance entre ambos, y aún así sentirse libre, es un asunto sin duda relevante.
El tema de la libertad sigue siendo perfectamente vigente, ahora que las formas de la organización social están en proceso de reconstitución y no se halla la manera de hacer compatible la generación de la riqueza con el mayor bienestar y, en muchos casos, con la contención de la miseria. Y en este terreno, la libertad individual no puede quedar como rehén.
Bueno, pero el libro en cuestión es un objeto bello. La edición no es lujosa pero sí sobria; su empastado es duro y la cubierta es una especie de tela de color rojo quemado, en la que el título está impreso en letras doradas sobre un rectángulo de fondo negro. La tipografía es clara y el papel es de un grueso razonable y viene provisto de un cordón para marcar el avance de la lectura. La edición es de la biblioteca Everyman's, que por décadas ha provisto de obras indispensables. Es una edición orgullosa que dedica a sus lectores las siguientes frases: "Todo hombre, iré contigo, y seré tu guía, en tu mayor necesidad, para ir a tu lado". Eso es un libro.
Ya Séneca había advertido en sus Cartas morales que "no importa cuántos libros se tengan, sino qué tan buenos sean"; y eso es tan cierto como lo dicho por Borges, que uno sólo debe leer los libros que le gusten. Finalmente, la lectura es un placer, por el conocimiento que se obtiene, las ideas que provoca o por el sentido estético de la palabra y la escritura. En todo esfuerzo humano está implícita la selección y el desarrollo del gusto.
En todo caso, pienso que la postura que se adopta para leer un libro, la forma del objeto mismo, la densidad y el relieve de las líneas sobre la página, son insustituibles. Por eso no me conmueve el avance de la cultura virtual de las computadoras y del Internet, que tienen su propia utilidad como medios para transmitir información.
Me quedo, en cambio, con la imagen de Laura tomada de un libro, adentrándose en Dickens y desentrañando no sólo el texto de La historia de dos ciudades, sino parte de la cultura que la rodea. Reconozco a su maestro Rafael que sospecha lo que es importante. Yo encontré, mientras tanto, una forma ideal de aislarme del "error del milenio" (que me parece demasiado título para tal asunto). Para mí, el Y2k me llevó efectivamente al año 1900, y ahí encontré que había muerto José María Eça de Queiroz, y rescaté del estante de la biblioteca El mandarín con el que me dispongo a celebrar el fin del año.