Ilán Semo
La soledad de la UNAM
Una historia mínima de la UNAM a lo largo del siglo XX mostraría, incluso si se atiene a las apariencias, que su relación con el Estado se asemeja al conflicto que rige a dos planetas: se atraen y se rechazan cíclicamente. Los orígenes recientes de la universidad datan de una crisis: 1929. Una vez consumada la autonomía, los universitarios disienten del maximato y, más tarde, negocian con él. No se dan respiro y se oponen al régimen que le sigue: el populismo educativo. El presidente Cárdenas los amenaza varias veces con el retiro del subsidio. No es casual que el sistema cardenista de educación ųIPN y la Normal Superiorų haya nacido sin el cobijo de la autonomía. Los conflictos de los 30 muestran saldos contradictorios. En rigor, los balances son como la verdad: algo que sucede ante el espectador. Pero hay un hecho: la UNAM mantuvo a los generales alejados de su vida interna.
En los 50, Copilco adquirió el estatuto de una fábrica generacional: una estación obligada para quien aspiraba a ingresar en la sociedad política e intelectual que habría de sustituir a los generales y los revolucionarios en la vida pública. Estatuto que preservó, entre asedios, conflictos y tormentas durante más tres décadas. Todavía es un enigma cómo un centenar de científicos e intelectuales lograron edificar una auténtica casa de estudios superiores ųacaso la más completa y rigurosa que tuvo el país en el siglo XXų bajo esas condiciones inclementes. Un enigma que se halla en el centro de la asimétrica ecuación educativa que ha dominado ųy aún dominaų al imaginario público nacional: universidad=UNAM, lo demás (en ese imaginario) es un acto de resignación.
La factura que la UNAM entregó al alemanismo y a sus herederos fueron los 60: esa sub o contracultura democrática que diseminó la viabilidad de otra manera de ser públicamente frente a la tradición autoritaria que había cohesionado al sistema político. El movimiento del 68 confirma cierto espíritu de anticipación en los estudiantes. Pero no se ha reparado, al menos suficientemente, en el momento en que el rector y los profesores se unieron a las protestas para reiterar que la autonomía significaba, más que un derecho, un hecho. Javier Barros Sierra lo asumió por encima de sus elementales obligaciones con el sistema y a riesgo de su destino político. La mayoría de los rectores que le siguieron cometieron el grave error de no hacerlo. De ahí una de las causas de la crisis actual de la universidad. El dilema cotidiano de un rector de la UNAM reside en tener que decidir a quién representa: Ƒa la comunidad universitaria o al Poder Ejecutivo? Si quiere ser responsable, no siempre es una decisión obvia. El consenso lo otorga la comunidad; el presupuesto, la Federación. Además, se trata de dos poderes ligados por una relación previsiblemente tormentosa. Pero hay límites. Francisco Barnés, por ejemplo, creyó que los atributos de un rector no superaban a los de un prefecto escolar al servicio del gabinete. El mal puede ser banal, nunca mediocre.
Los saldos del 68 se inclinaron a favor de la UNAM. Creció la planta de estudiantes y maestros, y se diversificó la oferta educativa. Pero fue una evolución dominada por la contradicción. En los 70 y principios de los 80, los universitarios crean escuelas y nuevos centros de estudio e investigación sin atender siempre al rigor de tradiciones académicas probadas. La universidad quiere responder a la masificación, pero los números la desbordan. Extremos: la UNAM acabó reuniendo a sitios de excelencia internacional con páramos de abandono académi- co, a investigadores y profesores excepcionales con una planta docente que nunca concluye su formación. Las instituciones son crueles: el nivel más bajo termina por definir el general. Se ha especulado mucho sobre las razones de ese contradictorio panorama; la mayoría de las opiniones coinciden en atribuirlo a una criatura reciente y depredadora: la burocracia universitaria. Hay algo de razón. Correlato del clientelismo de la época de Soberón, la burocracia de la universidad ha secuestrado el presupuesto, nulificado el espíritu académico, marginado a científicos y académicos de las decisiones fundamentales y hecho de la mediocridad método de control.
El tema ųo mejor dicho: el problemaų que recorre a la UNAM es cómo lograr que sus áreas consolidadas transformen a las más atrasadas para detener y revertir su decaimiento general. La solución es obvia: hay que remover o disminuir el poder de la burocracia y restaurar (suena paradójico en una universidad) el primado de lo académico. Pero es una solución difícil. Los conflictos de 1987 y 1999 hablan ampliamente de esa dificultad. La respuesta de la burocracia a los dilemas de la UNAM ha sido, a lo largo de la última década, invariable: fortalecer a la propia burocracia. El debate sobre las cuotas, por ejemplo, es complejo y merece un clima de paz y convivencia democrática para encontrar una solución integral. Pero entregar recursos frescos ųes decir: consenso frescoų a un cuerpo parasitario que ha sido ųy sigue siendoų responsable de la crisis de la universidad, hubiera sido un acto de irracionalidad pura. Primero es la reforma, después los recursos. En ello los estudiantes no se han equivocado. Sí se han equivocado al exigir el relajamiento del nivel académico (la reducción de los promedios del pase automático) a cambio del apoyo de los preparatorianos. Renunciar a la defensa de la calidad académica los coloca en el mismo nivel que sus adversarios.
La paradoja es que la burocracia está dispuesta a sacrificar a la UNAM con tal de mantener el control sobre ese espacio educativo. Es la única manera de explicar la sugerencia de Jorge Carpizo de dividirla en varias universidades. Uno supone que la burocracia universitaria ya se imagina encabezando esa división. La posibilidad de transformar a la UNAM reside en la fuerza que le otorga su peso específico en el conjunto de la educación. Más que una fuerza es un patrimonio ganado a pulso. A veces los lugares comunes dejan de serlo: la reforma de la universidad sólo puede ser obra de los universitarios. Dividirla significaría renunciar a la posibilidad de la reforma, pues entregaría a la universidad a un poder más incontrolable aún: la burocracia gubernamental.