Ť Los fuegos artificiales y la voz de Juan Gabriel despidieron 1999


En el Zócalo, con un solo grito se recibió el Año Nuevo: šMé-xi-co!

Ť Fernando de la Mora y 200 mariachis cantaron Las golondrinas y Las mañanitas

Raquel Peguero Ť Algunos le aplauden, pero el abucheo retumba en el corazón de la capital del país, en la última parte de la fiesta presidencial del milenio. El primer calentón comienza con el presidente Ernesto Zedillo que fue recibido entre abucheos, tras ver su rostro en las megapantallas. Los silbidos saltan de todos los puntos de la Plaza Mayor y lo envuelven, mientras el mandatario cruza la "serpiente que vuela y apunta al primer Sol del 2000", que conduce al escenario central, saludando a todos sin verlos ni escucharlos.

milenio-zocalo-festejos-5-jpg Zedillo baja del puente, ''tránsito entre dos mundos'', como respuesta inmediata al saludo para reunirse con el pueblo. Desciende hasta él como uno más, aunque a los otros no los sigue una camilla doblada, levantada en vilo, ni los elementos de seguridad que permiten el libre paso entre el apeñuscamiento del que, curiosamente, se desprende un hombrecillo medio teporocho para abrazarlo y agradecerle el regalo de la noche: Juan Gabriel que llegará con el Año Nuevo.

Perdido entre la gente, el mandatario vuelve a aparecer en el balcón central de Palacio Nacional, cuando ya la atención se centra en una cascada de luz que baña el edificio Majestic y anuncia la llegada de Paralelos: plateados hombres-mosca que trepados durante ocho minutos en la pared del edificio contiguo, en una coreografía invisible a la distancia y ciega a las pantallas que tratan de atraparla. Son apenas 15 ųde los 208 anunciadosų escaladores de la Secretaría de la Defensa Nacional, a quienes Lidia Romero, coordinadora del número, no pudo inyectarles la gracia de la danza. La rudeza de las formas corporales se funde con la frialdad del muro en donde desprenden, como en los tiempos de Mussolini, un trío de lienzos con los colores de nuestra bandera. Las figuras para-lelos se mantienen en sus cuerdas. No hay reacción popular que los aliente. Las lámparas rojas de en sus manos demuestran que siguen ahí, en el sube y baja, realizado con la precisión castrense de quien ejecuta una orden, para perderse, finalmente, en una estela de humo blanca y dar paso al Alzado vectorial que no asombra nunca.

Faltan 10 minutos con 22 segundos para que llegue el año y la luz robótica no es ni sombra. El ambicioso proyecto que el presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Rafael Tovar, encomendó a Rafael Lozano-Hemmer, es un impasse en el que la gente se agita. El prometido domo de luz de "asombrosas figuras geométricas" no se cruzó con las estrellas. No pudieron opacarlo, porque decidieron esconderse en la última noche del 99.

Frente a Catedral se apostan dos niñas temblando de frío y nervios. Una vestida de china poblana, la otra de sandunga, miran correr el reloj de la pantalla que anuncia un nacimiento esperado. Faltan cinco minutos con 37 segundos para el alumbramiento y la familia mexicana sigue llenando el Zócalo. Todas las avenidas que llevan a ella palpitan sin cesar. Los balcones de los hoteles se nutren de sus huéspedes, la Catedral luce majestuosa con su luz amparadora sin necesidad de la robótica. Los pocos claros de piso son los que ocultan el escenario, el puente, por el que llegará el tlatoani.

La luz se enciende a todo lo que da y con ello el grito de los concurrentes. Se busca con la mirada el sonido del mariachi que sigue a una voz sin descubrir a su dueño: Fernando de la Mora. Son los 200 anunciados para despedir los 12 meses precedentes, que han salido del Metro con sus trajes de gala, sus sombreros centelleantes que cubren la serpiente plateada, al son de un jarabe desfasado por la imposibilidad de dirigirlos en un solo acorde.

Las golondrinas son la víspera del estreno. Los cuerpos se agitan, las voces no cantan, escuchan al tenor emocionado. En las pantallas desfilan rostros del siglo: López Velarde, Chaplin, Rivera, Kahlo, Gandhi, Joyce, Siqueiros, Sabines, Einseistein, Babe Ruth, Orozco... Los brazos se alzan, vuelan y aterrizan con un grito: šMé-xi-co!, repetido al infinito hasta que el conteo lo detiene. Faltan 20 segundos, 19, 18, 17... Se hace un silencio desconcertante que se quiebra con la dulce voz a capella, de las pequeñas. Son Las mañanitas, seguida por un coro varonil hasta el estallido total de De la Mora: ''hoy por ser/ nuevo milenio/ te las cantamos aquí''.

Los cuerpos se funden en abrazos, hasta los cientos de uniformados verdes son felicitados en la euforia estallada en los primeros 18 segundos del día primero. Se escuchan unos truenos, pero no se ven las luces que saltan con alegría detrás de la Catedral. Es el inicio de media hora de cohetes multicolores, desplegados en formas caprichosas, creadas por los hermanos Caballero, unos hijos de la madre patria que fueron traídos de Valencia, España, para guiar a los hijos de la patria madre que conocen su oficio y visten siempre las fiestas del país, menos ésta, que debía ser equiparable en fuegos artificiales a Barcelona 92.

Es poco más del par de toneladas de pólvora la que llena los pulmones y pintan de colores el cielo que, parece, se desprende y sube y gira y envuelve. Valsea Dios nunca muere y le sigue una antología musical que recorre géneros y épocas, grupos y orquestas. La Santanera emociona, el cha cha cha pone a bailar, el danzón surge con su elegancia evocando a María bonita, hasta el Huapango, de Moncayo, que no puede faltar, ni La sandunga. En las pantallas, los rostros del cine mexicano pelean la mirada absorta en el coheterío fascinante, que concluye en un cañonazo tan deslumbrante como ensordecedor, dejando nubes y más nubes de polvo que enrojecen los ojos, que ocultan la inmensa oscuridad de la estratosfera y hacen que retiemble en su centro la tierra.

La catarsis deviene aullido, aplausos, besos, lágrimas. María de todas las Marías, en voz de Fernando de la Mora, recuerda que aún falta Juanga, que sólo han transcurrido 35 minutos del año y que restan 90 más para que la vida siga fluyendo en el escenario. Al sólo nombre de Juan Gabriel la algarabía aumenta. Como un solo hombre, los miles de cuerpos voltean a buscarlo. Lo ovacionan y él, como diva, comienza su periplo por la misma pasarela en la que Zedillo fue abucheado.

"šFeliz año!", dice con voz ronca que no promete nada, pero miente. A la primera letra se sabe que es él y que, como dice, "nadie se irá al infierno porque la vamos a pasar muy bien. ƑšO no, México!?''. No es 15 de septiembre, pero Juanga da el grito al que responde su público. Su mariachi lo sigue, la cámara lo precede. Con su canto y su gesto domina el escenario. Coquetea a todos desde el lente camaral, que no lo abandona ni un segundo, con su pisada firme recorre cada milímetro del ruedo, al que da vuelta varias veces, durante la hora y media que dura su espectáculo, creando olas de brazos y voces a su paso.

Lo que oferta ųque para eso le pagaron, se dice, 30 millones de pesosų son sus canciones más conocidas: de Te voy a olvidar a Hasta que te conocí, su encore único que terminó la velada a las 2:13 horas, no sin que antes agradeciera ''al presidente Zedillo ųquien ya no estaba ahíų el estar en este corazón de la ciudad de México''. No da tregua entre una tonada y la otra. Sus pausas las dicta el aplauso ensordecedor que se liga a lo que todos quieren oír. No hay canto nuevo, puro cover que, acompasado por su grupo, mariachi y coro que lo siguen como a un dios, expande su dominio a esa masa que desgrana junto a él La diferencia, Te pareces tanto a mí, No vale la pena, Querida, para "los que están sentimentalmente tristecines", o el Te sigo amando, para los que no lo están. El frío de la noche se olvidó. La cruda realidad comenzará el lunes.

El incidente

Enrique Méndez * Los fuegos artificiales llenaron el Zócalo. A los 20 minutos, seis catarinas se elevaron por encima de la Catedral. Una de ellas, de seis cañones y unos 25 centímetros de diámetro, terminó su viaje por el cielo de la plaza justo en el balcón central de Palacio Nacional, donde la familia presidencial observaba los festejos. El presidente Ernesto Zedillo no supo qué le golpeó la frente.

Aunque instintivamente se movió para esquivar el golpe, no pudo hacerlo, e incluso al retroceder los lentes estuvieron a punto de caérseles. Su esposa Nilda Patricia Velasco le sobó, entre risas, la frente.

Su hija Nilda le extendió un pañuelo que él rechazó, pero que le valió a ella un apapacho y un beso. Ya apagada, la catarina terminó arrumbada entre las cenizas, papel y pólvora quemada, detrás de las bocinas adjuntas a un templete.

Todavía mientras tronaban los últimos fuegos, el Presidente demostró a su familia cómo retrocedió el cuerpo para que el golpe no fuera pleno.