La Jornada domingo 2 de enero de 2000

Bárbara Jacobs
Premio desierto

Una noche a finales de junio de 1997 cenábamos él y yo en un pequeño café de Chicago, cuando algo de lo que decíamos nos hizo estallar en risa. Recuerdo de qué hablábamos. Se me acababa de ocurrir instituir un premio anual al editor de literatura que en 12 meses no publicara un solo libro basura. Como idea, estaba bien, pero en sí no tenía por qué hacernos reír como nos reímos. ƑQué fue lo que provocó el estallido de risa del que fuimos presa?

Creo que tenía que ver con el hecho de que, como la cantidad de dinero que estábamos en posibilidad de invertir para que constituyera el premio era más bien baja, no resultaría atractiva para ninguna editorial, con lo cual, por lo tanto, todas las editoriales seguirían publicando basura. Llegamos a disponer que cada año, por más que se declarara desierto el premio, invertiríamos en él una vez más la misma cantidad, por mínima que fuera, con tal de no declararlo muerto y tenerlo que cerrar; y, en cambio, para que cada año fuera un poco más atractivo. Pero, Ƒcuánto tiempo tendría que pasar para que lo fuera, no un poco, sino muy atractivo? ƑLo suficiente para crear la motivación necesaria en un editor de no publicar, en un año, un solo libro basura?

Vagamente, en un momento dado, lo que nos hizo seguir estructurando la ocurrencia fue que, como el premio llevaría nuestro nombre, con cada convocatoria, y serían ampliamente difundidas, aumentaría la fama no sólo de nuestro nombre, sino de la pureza del principio de calidad que regiría al premio. Todos eran argumentos válidos, por lógicos y simples; pero, a juzgar por lo que me sucede hoy al recordarlos, si acaso justificantes de una sonrisa; mas de ninguna manera causantes del estallido de risa que nos sobrecogió y que tampoco puedo olvidar. ƑQué fue lo que lo provocó?

No estoy segura de si lo que he querido todo este tiempo ha sido registrar la idea del premio, sólo porque sí, inocente, después de todo; o si lo que he querido ha sido averiguar, con toda la profundidad posible, qué fue lo que nos hizo reír como reímos aquella noche de verano. Con frecuencia he procurado dar forma a lo que nos sucedió en ese café al lado de una sucursal muy grande de una cadena de librerías, y no he pasado de saber que el asunto de la risa algo tuvo que ver con la ocurrencia del premio y su desenlace. Me pregunto si se reducirá a la conclusión de que la cuenta hipotética crecería exponencialmente mientras él y yo viviéramos, sin la posibilidad ni de detener su crecimiento ni de disminuirlo, pues, a juzgar por como van las cosas, ningún editor ganaría nunca ese premio; toda editorial, por una razón u otra, publica basura, para poder subsistir y le gusta.
O nos reímos de nuestra limitación; pues bastaría que admitiéramos a otros lectores en la empresa para que el criterio empezara a tambalearse. Qué es basura, y qué no lo es; hasta qué punto el juicio y el gusto deben obedecer a La verdad, cuando La verdad parece que no existe. Pronto en el desarrollo de la correncia pospusimos de común acuerdo las estrategias de solución a tropiezos tras tropiezo que se nos presentaba en el plan. Tendríamos que limitar con razonamientos sólidos a los editores participantes, en idioma, en región. El idioma sería el castellano; pero, Ƒlas bases incluirían traducciones, es decir, de calidad? ƑAdmitiríamos de candidatas editoriales españolas? Si nos restringíamos a las latinoamericanas, sin comparación más audaces que sus conservadoras contrapartes españolas, Ƒno tendríamos que saber protegernos de mañas inimaginables?

Para entonces, ni a él ni a mí nos importaban ya las causas caballerescas de luchar por el bien más allá de hacerlo ante nuestra respectiva página en blanco; de modo que, Ƒpara qué meternos en fundar un premio destinado al fracaso?

Después de la siesta había bajado el paraguas que el hotel ofrecía a sus huéspedes. No llovía, pero la perspectiva de pasar unos días en Chicago, sin ningún compromiso, me hizo abrirlo de gusto al encaminarnos al café a cenar. Recuerdo todo; salvo qué fue lo que nos hizo reír mientras hablábamos frente a frente del premio al editor que en un año no publicara un solo libro basura en castellano. Reímos tanto que la mecha de la vela en el centro de la mesa se apagó.