MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
A través de los siglos
El abuelo se llama Salustio. Gruñón, friolento, maniático, viudo, olvidadizo cuando le conviene, atesora fragmentos de recuerdos. Su cabeza, atestada con partes de una época o momentos de una hora, funciona como un caleidoscopio. De pronto algo agita esa pedacería valiosísima, cada pieza ocupa el lugar adecuado, se auxilia con otras y al fin reproduce un paisaje con todos sus rumores, una figura con su sombra, un rostro con su expresión particular.
Lo rodea una familia numerosa, aunque no tanto como la lista de sus muertos. En la imaginación del anciano cada grupo parece balancearse en los dos extremos de un subibaja que rara vez conserva el equilibrio. Debe de ser porque entre los ausentes están sus grandes amores y entre ellos el mayor: Fermina. El aún llama "mi Fermi" a la esposa fallecida hace 30 años. Todavía entabla una conversación que se reduce a un murmullo incomprensible.
Desde antes de que naciera el mayor de sus biznietos o muriesen varios de sus hijos, Salustio no pretende convencer a nadie de que es real su diálogo con Fermina. Escucha sus comentarios irónicos y graciosos. Los celebra a carcajadas, no le importan las sospechas que su alegría despierta entre sus familiares. Esta indiferencia significa que el viejo se ha posesionado de su imperio y, como todo emperador, se sabe solo.
II
Nada más la fatiga o el sueño interrumpen esa extraña conversación. El cansancio lo irrita porque lo paraliza. El sueño, en cambio, le resulta aleccionador: lo ve como un ensayo general para quien no tiene mañana. Salustio no anhela ni teme el fin. Su serenidad denota su confianza en Fermina. El mal que truncó su vida no le arrebató la conciencia. Antes de expirar pudo hacerle a su marido una promesa: "Le voy a pedir mucho a Dios que, cuando sea su voluntad, te mande una muerte serena, bonita como un sueño." El recuerdo de esas palabras lo lleva a repetir una frase irreverente: "A esa mujer nunca pude negarle nada. Dios tampoco lo hará".
El sueño de Salustio es muy ligero. Lo desgarra hasta la más leve pisada. Al sentirla como una amenaza, se pone en guardia: "ƑQuién es, quién anda allí?" Al oír la respuesta se tranquiliza, pero no logra reconciliar el sueño. Se sabe observado por alguno de los hijos, yernos, nueras, nietos, biznietos que lo miran con veneración. La expresan cuando están en la intimidad y la subrayan ante los extraños que acaban manifestando su asombro: "Increíble que el señor haya vivido ya tanto tiempo. Se han de sentir muy privilegiados y orgullosos".
La familia, además de privilegiada, se siente distinta. Cómo no estarlo cuando su padre, suegro, abuelo o bisabuelo es testigo de tres siglos. Salustio nació el 23 de noviembre de 1894. Pese a la enorme distancia que media entre aquel día y el primero de enero de 2000, hoy el hombre amaneció antojadizo, malhumorado y lúcido.
Cuando su enorme familia ųlos ausentes y los presentesų lo rodeó para decirle: "Despierte, está amaneciendo", al viejo se le llenaron los ojos de lágrimas. El mismo no sabe si por el milagro de su despertar o porque vio pospuesto otra vez, y quién sabe hasta cuándo, el encuentro con su Fermi.
III
Desde comienzos de diciembre las mujeres de la casa redoblaron la precaución para impedir que el aire frío, un alimento muy condimentado o una mala noticia pudieran quebrantar la salud del patriarca e impedirle convertirse en hombre de tres siglos. Por su parte, los hombres de la familia han hecho hasta lo indecible para no tratar en presencia de Salustio asuntos que alteren el ritmo de su corazón. Por eso le han ocultado el accidente automovilístico de una sobrina y no le han dicho que Darío, su nieto preferido, se está divorciando de Emma.
Se caerían de espaldas al saber que ese viejo que nunca pasó del cuarto de primaria presintió hace mucho el fin de la pareja. Es tema de sus imaginarias conversaciones con Fermina y motivo de un dolor impreciso que se acentúa cuando advierte los esfuerzos de Darío por ocultarle la verdad.
Los biznietos también fueron entrenados para no darle problemas al anciano. Niños de ocho o diez años han tenido que memorizar nuevas prohibiciones. Sumadas a las muchas sobre las que sus padres trazaron el esquema de una "buena educación", dejan poco espacio para que corra su infancia. Salustio se da cuenta y se pregunta qué sucederá con esos niños cuando sean mayores ųƑhombres de tres siglos como él?ų y necesiten recordar sus primeros años para refugiarse de las atrocidades de la vida.
El saber el valor de esos recuerdos. En la época en que los analgésicos no calmaban los dolores de Fermi, Salustio encontró un recurso para disminuir los sufrimientos: pedirle que le hablara de su niñez. "Cuéntame del columpio en el eucalipto". "Platícame de tu amiga Yolanda y sus muñecas de cera". "Dime qué hacías en la escuela. Yo no te conocí entonces y quiero saber".
Salustio tenía que controlar su emoción cuando notaba los esfuerzos de Fermina para retroceder hasta los días de las travesuras, las rodillas sangrantes, los desdichados amores infantiles, los primeros pecados: "En Semana Santa mi mamá tapaba todos los espejos para que ni mis hermanas ni yo fuéramos a caer en vanidades. Para mí, aquella penitencia era insoportable y al menor descuido de mi madre levantaba la colcha que cubría el espejo para mirarme".
En aquellas sesiones íntimas Salustio también aportaba sus primeros recuerdos y varias veces ųa petición de la enfermaų cantó el tema que le recordaba un amor adolescente: Era china, china, china;/ chinita de no peinarse./ El que bese su boquita/ es capaz de desmayarse./ Por eso, chinita,/ por eso te quiero,/ nomás porque dices: šque viva Madero!.
Salustio tenía 15 años cuando la aprendió. Está en el centro de ese caleidoscopio donde se agitan pedazos de recuerdos. Aparecen intempestivamente y siempre en compañía de Fermina. "ƑCómo era?", le preguntan los niños. El responde con una sonrisa. Oculta el miedo de no saber precisar el color de los ojos de Fermina. Sin embargo, a la sombra de este olvido, renace la memoria de la carne.
IV
Al vislumbrar el futuro de esos niños que llevan su sangre, siente lástima por ellos. Cuando lo necesiten encontrarán, como recuerdo de su infancia, infinitas prohibiciones y horarios rígidos. Con el derecho que le confiere ser cabeza de familia, Salustio les reclama a sus madres que los agobien con clases de computación, inglés, karate, aeróbicos, autoestima. Ellas se defienden con el argumento de que los están preparando para el futuro, que ya está aquí. Salustio sonríe escéptico y pregunta: "ƑDe qué les sirve todo eso cuando no saben distinguir entre una pasionaria y una rosa?".
El 31 de diciembre los familiares de Salustio fueron llegando a diferentes horas. Hijos, nueras, yernos, nietos, biznietos deseaban estar junto a él cuando el reloj marcara el último minuto del siglo y el primero del nuevo milenio. Después del brindis Emma dijo: "Don Salustio, Ƒqué siente de imaginar que sus biznietos vivirán todo este nuevo siglo?" Los ojos del anciano se anegaron.
Darío lo atribuyó a un pensamiento macabro, fulminó a su mujer con la mirada y se dirigió a su abuelo: "Cuéntenos cómo fue el primero de enero de 1900. Usted ya tiene recuerdos de ese tiempo. Debe de haber sido una experiencia muy bonita". Salustio espera unos segundos antes de contestar: "Sí, pero lo mejor ocurrió después: cuando vimos que al terminar el siglo de nuevo amanecía".