La Jornada domingo 2 de enero de 2000

Mario Núnez Mariel
El siglo pasado

A lo largo de la vigésima centuria de nuestra era, la humanidad vivió contradicciones insalvables ųeconómicas, financieras, políticas, sociales, étnicas, raciales, religiosas, imperiales, coloniales, neocoloniales y militaresų que la llevaron a una decena de revoluciones propiamente dichas, dos guerras mundiales, infinidad de guerras locales y de baja intensidad, centenas de golpes de estado, dictaduras, holocaustos, genocidios, epidemias y hambrunas, para finalmente llegar al borde de la desaparición integral por la vía nuclear.

Por otra parte, para cerrar el círculo autodestructivo, a lo largo del siglo pasado los humanos ųsin distinción de género, condición social, raza, religión o partidoų se dedicaron a la destrucción quizás irreversible de su entorno ambiental planetario. Ahora, en el nuevo siglo, ese destino apocalíptico de más de seis mil millones de habitantes seguirá su curso aparentemente ineluctable: de no concretarse la necesaria socialización autogestionaria y democrática de las condiciones de vida; el control demográfico por vía de la educación reproductiva, acompañada de los medios estatales no coercitivos para su realización segura y eficiente; el diseño de políticas públicas de desarrollo sustentable, que superen la mera simulación ecologista; y, de modo perentorio, si no se internaliza por parte de gobernantes y gobernados la razón ética de la sobrevivencia plena de todos, sin exclusiones ideológicamente racionalizadas, para rebasar el vulgar asistencialismo coyuntural que subestima las razones estructurales de los hoyos negros de la miseria social y la destrucción planetaria.

Valga subrayarlo, los estados nación fueron en gran medida responsables de los acercamientos a la catástrofe mundial, y sólo a través de la democratización de las relaciones internacionales y la construcción de la razón ética de los estados nacionales y sus gobiernos será posible superar las tragedias heredadas del siglo XX. Esto es, si bien es cierto que los consorcios transnacionales y los capos de las mafias financieras internacionales, incluyendo a sus socios del narcotráfico, son impulsores directos de la debacle, seguirá correspondiendo a los estados nacionales y sus sociedades civiles ejercer la presión para alcanzar el acotamiento del capital financiero y la liberación de los organismos internacionales de sus designios e instrucciones (ONU, OMC, FMI, Banco Mundial, OCDE, etcétera). Ese fue el espíritu y la exigencia de la movilización de fines del siglo XX en Seattle, y seguirá siendo motivo de lucha internacional de resistencia social y política en los años por venir.

Resulta paradójico, la humanidad alcanzó en el siglo pasado avances científicos y tecnológicos sin precedente, y simultáneamente fue incapaz de conquistar la triada sociopolítica básica, representada por los valores de igualdad, justicia y libertad. Donde se dieron avances democráticos acompañados de las libertades humanas esenciales no se garantizaron los patrones de igualdad social y racial, y por consiguiente, la justicia se resolvió de acuerdo con criterios excluyentes al servicio de las clases dominantes y sus estados. Siendo paradigmáticos en este sentido Estados Unidos y las potencias europeas occidentales. Pero, por el otro lado, donde se establecieron ciertos patrones de igualdad más o menos garantizada, aunque fuese la igualdad en la penuria, se enajenaron toda suerte de libertades, el terror policiaco y militar se impuso, y la justicia cobró significados de exclusión política y también racial al servicio de los centros totalitarios de poder (la desaparecida URSS quedó como ejemplo inolvidable).

En todo caso, los relativos avances democráticos alcanzados a finales del siglo pasado no niegan en los inicios del año 2000 el significado ominoso, injusto e inequitativo de la universalización o globalización de la dominación del capital financiero. Las leyes del mercado oligopólico al servicio de las grandes transnacionales tampoco garantizan la expansión de las libertades humanas ųen la miseria absoluta las libertades son quiméricasų. La justicia sigue siendo parcial ųla corrupción y la impunidad se han convertido en elementos estructurales del funcionamiento del capitalismo globalizado. Y la igualdad se aleja conforme se consolidan los mecanismos de acumulación del gran capital especulativo, quedando como secuelas universales: el desempleo crónico, el subempleo masivo y la miseria extrema en amplísimas zonas del planeta. La conclusión resulta evidente: el capitalismo del siglo XXI no tendrá la capacidad de resolver el enigma de la triada imposible. Peor aún, la hipótesis central del viejo Karl Marx parece confirmarse a pesar de las campañas neoliberales en su contra: conforme el capitalismo se universaliza y agota su capacidad de garantizar la reproducción social se acerca una era de revoluciones sociales, en el mejor de los casos pacíficas y democráticas, en el peor de los escenarios violentas, autoritarias y traumáticas.