José Agustín Ortiz Pinchetti
El filo del tiempo
La celebración del nuevo milenio no obedece a ninguna realidad histórica y mucho menos a una convicción universal. Según se ha comprobado, Jesús de Nazareth, cuyo natalicio marca los siglos en Occidente, nació cinco años antes del erróneo cálculo que aún está vigente. El año uno del nuevo siglo y del milenio es 2001 y no 2000. Las civilizaciones no cristianas calculan los años de modo distinto. El calendario "profano" de Mesoamérica encierra el tiempo en círculos perfectos y fatales de 52 años. Cada año comenzaba con el resurgimiento de la naturaleza después del invierno (a principios de nuestro marzo). El año nuevo en nuestro sistema no coincide con ningún término climatológico o astrológico. En realidad el calendario de la civilización europea cristiana fue impuesto progresivamente como parte de una formidable expansión militar y comercial que empezó en el siglo XV y que hoy continúa bajo el término de la globalización.
Como sea, sería inútil combatir una convención que observa toda la humanidad, aunque cada cultura tenga su propio sistema paralelo. Así que aceptemos que empezó ayer el milenio y aplaudamos la iniciativa del gobierno federal y el local para hacer una gran fiesta. Hay siempre razones para estimular el optimismo. Una tarea de un buen gobierno es "mantener alta la moral", como dicen los militares. Sobre todo en un año de elecciones.
También es inevitable hacer un balance y una previsión. Yo me reduciré a reflexionar como mis lectores sobre la suerte que ha corrido el plazo de la última generación. Digamos los últimos 20 o 25 años. Lo que destaca es una decadencia tanto en términos de crecimiento económico como de concentración del ingreso, violencia, inseguridad, dependencia frente al extranjero y rupturas de lo que los expertos llaman la coacción social. Decía Alfonso Reyes que "mal de muchos consuelo de humanos" rectificanto el dicho popular. Nosotros podemos decir que la decadencia en México es compartida prácticamente por todos los pueblos "periféricos", es decir, por aquellos que gravitan en torno a un núcleo de 10 potencias industriales, cuyo centro son los Estados Unidos y cuyo eje es la metrópoli de Nueva York. Contrasta la desintegración progresiva de nuestra estructura económica con la prosperidad de las potencias centrales.
La explicación de este contraste está en un hecho histórico que ha resaltado Erick Hobs-bawn. Las decisiones que han tomado los hombres y mujeres con verdadero poder sobre el sistema mundial han sido erróneas, porque están basadas en el egoísmo y en la falta de visión, justamente cuando el mundo ha acumulado recursos suficientes para erradicar para siempre el hambre y la ignorancia, las enfermedades endémicas. Cuando hay ya posibilidad de convertir en praderas la faja de desierto que circunde el planeta en el corazón y en la mente de hombres ilustres y bien entrenados, se ha impuesto un instinto primitivo.
El porvenir de la próxima generación puede ser aún peor. El gran historiador Imanuell Wastein, certero en sus pronósticos, nos ha advertido que deberíamos prepararnos para una transición de 50 años marcada por el horror. Es probable que sin un plan de reconstrucción de las economías de los países pobres, semejante al Marshall que impulsaron los presidentes Roosevelt y Truman, para Europa y el Japón de la postguerra este negro vaticinio se cumpla.
Por ello resulta interesante la exortación del papa Juan Pablo II para que el 2000 sea un año de jubileo en el que se condone al menos una parte sustancial de la deuda externa de las llamadas potencias emergentes. Es una iniciativa excelente, pero había que preguntarse si el Papa estaría dispuesto a desencadenar una presión política eficaz. Hay que recordar la capacidad del Papa para impulsar el resquebrajamiento del poder soviético. Sin embargo, yo no me haría muchas ilusiones, el papa es excesivamente realista. En materia de geopolítica su reino es de este mundo.